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El Alquimista, El Alquimista Episodio 14

El Alquimista Episodio 14

Sabía hablar esperanto, entendía perfectamente las diversas religiones, pero aún no era Alquimista. Es verdad que había conseguido descifrar cosas importantes. Pero sus investigaciones llegaron hasta un punto a partir del cual no podía progresar más. Había intentado en vano entrar en contacto con algún alquimista. Pero los alquimistas eran personas extrañas, que sólo pensaban en ellos mismos, y casi siempre rehusaban ayudar a los demás. Quién sabe si no habían

descubierto el secreto de la Gran Obra -llamada Piedra Filosofal- y por eso se encerraban en su silencio.

Ya había gastado parte de la fortuna que su padre le había dejado buscando inútilmente la Piedra Filosofal. Había consultado las mejores bibliotecas del mundo y comprado los libros más importantes y más raros sobre Alquimia. En uno de ellos descubrió que, muchos años atrás, un famoso alquimista árabe había visitado Europa. Decían de él que tenía más de doscientos años, que había descubierto la Piedra Filosofal y el Elixir de la Larga Vida. El Inglés se quedó impresionado con la historia. Pero no habría pasado de ser una leyenda más si un amigo suyo, al volver de una expedición arqueológica en el desierto, no le hubiese hablado de la existencia de un árabe que tenía poderes excepcionales.

-Vive en el oasis de al-Fayum -dijo su amigo-. Y la gente dice que tiene doscientos años y que es capaz de transformar cualquier metal en oro.

El Inglés no cabía en sí de tanta emoción. Inmediatamente canceló todos sus compromisos, juntó sus libros más importantes y ahora estaba allí, en aquel almacén parecido a un corral, mientras allá afuera una inmensa caravana se preparaba para cruzar el Sahara. La caravana pasaba por al-Fayum.

«Tengo que conocer a ese maldito Alquimista», pensó el Inglés. Y el olor de los animales se hizo un poco más tolerable.

Un joven árabe, también cargado de bolsas, entró en el lugar donde estaba el Inglés y lo saludó.

-¿Adónde va? -preguntó el joven árabe.

-Al desierto- repuso el Inglés, y volvió a su lectura. Ahora no quería conversar. Tenía que recordar todo lo que había aprendido durante diez años, porque el Alquimista seguramente lo sometería a alguna especie de prueba.

El joven árabe sacó un libro escrito en español y empezó a leer. « ¡Qué suerte! », pensó el Inglés. Él sabía hablar español mejor que árabe, y si este muchacho fuese hasta al-Fayum tendría a alguien con quien conversar cuando no estuviese ocupado en cosas importantes.

«Ti ene gracia -pensó el muchacho mientras intentaba leer otra vez la escena del entierro con que comenzaba el libro-. Hace casi dos años que empecé a leerlo y no consigo pasar de estas páginas.» Aunque no había un rey que lo interrumpiera, no conseguía concentrarse.

Aún tenía dudas respecto a su decisión. Pero se daba cuenta de una cosa

importante: las decisiones eran solamente el comienzo de algo.

Cuando alguien tomaba una decisión, estaba zambulléndose en una poderosa corriente que llevaba a la persona hasta un lugar que jamás hubiera soñado en el momento de decidirse.

«Cuando resolví ir en busca de mi tesoro, nunca imaginé que llegaría a trabajar en una tienda de cristales -se dijo el muchacho para confirmar su razonamiento-. Del mismo modo, el hecho de que me encuentre en esta caravana puede ser una decisión mía, pero el curso que tomará será siempre un misterio.» Frente a él había un europeo que también iba leyendo. Era antipático y le había mirado con desprecio cuando él entró. Podían haberse hecho buenos amigos, pero el europeo había interrumpido la conversación.

El muchacho cerró el libro. No quería hacer nada que le hiciese parecerse a aquel europeo. Sacó a Urim y Tumim del bolsillo y comenzó a jugar con ellos.

El extranjero dio un grito: -¡Un Urim y un Tumim! El chico volvió a guardar las piedras rápidamente.

-No están en venta -dijo.

-No valen mucho -replicó el Inglés-. No son más que cristales de roca.

Hay millones de cristales de roca en la tierra, pero para quien entiende, éstos son Urim y Tumim. No sabía que existiesen en esta parte del mundo.

-Me las regaló un rey -aseguró el muchacho.

El extranjero se quedó mudo. Después metió la mano en su bolsillo y retiró, tembloroso, dos piedras iguales.

-¿Has dicho un rey? -repitió.

-Y usted no cree que los reyes conversen con pastores -dijo el chico. Esta vez era él quien quería acabar la conversación.

-Al contrario. Los pastores fueron los primeros en reconocer a un rey que el resto del mundo rehusó reconocer. Por eso es muy probable que los reyes conversen con los pastores.

»Está en la Biblia -prosiguió el Inglés temiendo que el muchacho no lo estuviera entendiendo-. El mismo libro que me enseñó a hacer este Urim y este Tumim. Estas piedras eran la única forma de adivinación permitida por Dios. Los sacerdotes las llevaban en un pectoral de oro.

El muchacho se alegró enormemente de estar allí.

-Quizá esto sea una señal -dijo el Inglés como pensando en voz alta.

-¿Quién le habló de señales? El interés del chico crecía a cada momento.

-Todo en la vida son señales -aclaró el Inglés cerrando la revista que estaba leyendo-. El Universo fue creado por una lengua que todo el mundo entiende, pero que ya fue olvidada. Estoy buscando ese Lenguaje Universal, entre otras cosas.

»Por eso estoy aquí. Porque tengo que encontrar a un hombre que conoce el Lenguaje Universal. Un Alquimista.

La conversación fue interrumpida por el jefe del almacén.

-Tenéis suerte -dijo el árabe gordo-. Esta tarde sale una caravana para al-Fayum.

-Pero yo voy a Egipto -replicó el muchacho.

-Al-Fayum está en Egipto -dijo el dueño-. ¿Qué clase de árabe eres tú? El muchacho explicó que era español. El Inglés se sintió satisfecho: aunque vestido de árabe, el joven, al menos, era europeo.

-Él llama «suerte» a las señales -dijo el Inglés después de que el árabe gordo se fue-. Si yo pudiese, escribiría una gigantesca enciclopedia sobre las palabras «suerte» y «coincidencia».

Es con estas palabras con las que se escribe el Lenguaje Universal.

Después comentó con el muchacho que no había sido «coincidencia» encontrarlo con Urim y Tumim en la mano. Le preguntó si él también estaba buscando al Alquimista.

-Voy en busca de un tesoro -confesó el muchacho, y se arrepintió de inmediato.


El Alquimista Episodio 14 The Alchemist Episode 14 De Alchemist Aflevering 14

Sabía hablar esperanto, entendía perfectamente las diversas religiones,  pero aún no era Alquimista. Es verdad que había conseguido  descifrar cosas importantes. Pero sus investigaciones llegaron hasta un  punto a partir del cual no podía progresar más. Había intentado en vano  entrar en contacto con algún alquimista. Pero los alquimistas eran  personas extrañas, que sólo pensaban en ellos mismos, y casi siempre rehusaban ayudar a los demás. Quién sabe si no habían

descubierto  el secreto de la Gran Obra -llamada Piedra Filosofal- y por eso se encerraban en su silencio.

Ya  había gastado parte de la fortuna que su padre le había dejado buscando  inútilmente la Piedra Filosofal. Había consultado las mejores  bibliotecas del mundo y comprado los libros más importantes y  más raros sobre Alquimia. En uno de ellos descubrió que, muchos años  atrás, un famoso alquimista árabe había visitado Europa. Decían de  él que tenía más de doscientos años, que había descubierto la Piedra Filosofal  y el Elixir de la Larga Vida. El Inglés se quedó impresionado con  la historia. Pero no habría pasado de ser una leyenda más si un amigo suyo, al volver de una expedición arqueológica en el desierto, no le hubiese hablado de la existencia de un árabe que tenía poderes excepcionales.

-Vive en el oasis de al-Fayum -dijo su amigo-. Y la gente dice  que tiene  doscientos años y que es capaz de transformar cualquier metal en oro.

El  Inglés no cabía en sí de tanta emoción. Inmediatamente canceló todos  sus compromisos, juntó sus libros más importantes y ahora estaba  allí, en aquel almacén parecido a un corral, mientras allá afuera una inmensa caravana se preparaba para  cruzar el Sahara. La caravana pasaba por al-Fayum.

«Tengo que conocer a ese maldito Alquimista», pensó el  Inglés. Y el olor de los animales se hizo un poco más tolerable.

Un  joven árabe, también cargado de bolsas, entró en el lugar donde estaba el Inglés y lo saludó.

-¿Adónde va? -preguntó el joven árabe.

-Al  desierto- repuso el Inglés, y volvió a su lectura. Ahora no quería  conversar. Tenía que recordar todo lo que había aprendido durante  diez años, porque el Alquimista seguramente lo sometería a alguna especie de prueba.

El joven  árabe sacó un libro escrito en español y empezó a leer. « ¡Qué  suerte! », pensó el Inglés. Él sabía hablar español mejor que árabe, y  si este muchacho fuese hasta al-Fayum tendría a alguien con quien conversar cuando no estuviese ocupado en cosas importantes.

«Ti ene gracia -pensó el muchacho mientras intentaba leer otra vez la  escena del entierro con que comenzaba el libro-. Hace casi dos años que empecé a leerlo y no consigo pasar  de estas páginas.» Aunque no había   un   rey   que   lo   interrumpiera,   no   conseguía   concentrarse.

Aún tenía  dudas respecto a su decisión. Pero se daba cuenta de una cosa

importante:  las decisiones eran solamente el comienzo de algo.

Cuando alguien tomaba  una decisión, estaba zambulléndose en una poderosa corriente que llevaba a la persona  hasta un lugar que jamás hubiera soñado en el momento de decidirse.

«Cuando  resolví ir en busca de mi tesoro, nunca imaginé que llegaría  a trabajar en una tienda de cristales -se dijo el muchacho para confirmar  su razonamiento-. Del mismo modo, el hecho de que me encuentre  en esta caravana puede ser una decisión mía, pero el curso que tomará será siempre un misterio.» Frente  a él había un europeo que también iba leyendo. Era antipático y le  había mirado con desprecio cuando él entró. Podían haberse hecho  buenos amigos, pero el europeo había interrumpido la conversación.

El  muchacho cerró el libro. No quería hacer nada que le hiciese parecerse a aquel europeo. Sacó a Urim y Tumim del bolsillo y comenzó a jugar con ellos.

El extranjero dio un grito: -¡Un Urim y un Tumim! El chico volvió a guardar las piedras rápidamente.

-No están en venta -dijo.

-No valen mucho -replicó el  Inglés-. No son más que cristales de roca.

Hay millones de cristales de roca en la tierra, pero para quien entiende,  éstos son Urim y Tumim. No sabía que existiesen en esta parte del mundo.

-Me las regaló un rey -aseguró el muchacho.

El extranjero se quedó mudo. Después metió la mano en su bolsillo y retiró, tembloroso, dos piedras iguales.

-¿Has dicho un rey? -repitió.

-Y  usted no cree que los reyes conversen con pastores -dijo el chico. Esta vez era él quien quería acabar la conversación.

-Al  contrario. Los pastores fueron los primeros en reconocer a un rey  que el resto del mundo rehusó reconocer. Por eso es muy probable que los reyes conversen con los pastores.

»Está en la Biblia -prosiguió el  Inglés temiendo que el muchacho no lo estuviera entendiendo-. El mismo libro que me  enseñó a hacer este  Urim y este Tumim. Estas piedras eran la única forma de adivinación  permitida por Dios. Los sacerdotes las llevaban en un pectoral de oro.

El muchacho se alegró enormemente de estar allí.

-Quizá  esto sea una señal -dijo el Inglés como pensando en voz alta.

-¿Quién le habló de señales? El interés del chico crecía a cada momento.

-Todo en la  vida son señales -aclaró el Inglés cerrando la revista que  estaba leyendo-. El Universo fue creado por una lengua que todo el  mundo entiende, pero que ya fue olvidada. Estoy buscando ese Lenguaje Universal, entre otras cosas.

»Por eso estoy aquí. Porque tengo  que encontrar a un hombre que conoce el Lenguaje Universal. Un Alquimista.

La conversación fue interrumpida por el jefe del almacén.

-Tenéis  suerte -dijo el árabe gordo-. Esta tarde sale una caravana para al-Fayum.

-Pero yo voy a Egipto -replicó el muchacho.

-Al-Fayum está en Egipto -dijo  el dueño-. ¿Qué clase de árabe eres tú? El  muchacho explicó que era español. El Inglés se sintió satisfecho: aunque vestido de árabe, el joven, al menos, era europeo.

-Él  llama «suerte» a las señales -dijo el Inglés después de que el árabe gordo  se fue-. Si yo pudiese, escribiría una gigantesca enciclopedia sobre las palabras «suerte» y «coincidencia».

Es con estas palabras con las que se escribe el Lenguaje Universal.

Después comentó con el muchacho que no había sido «coincidencia»  encontrarlo con Urim y Tumim en la mano. Le preguntó si él también estaba buscando al Alquimista.

-Voy  en busca de un tesoro -confesó el muchacho, y se arrepintió de inmediato.