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Cien Años de Soledad de Gabriel García Márquez, Capítulo 18 (2)

Capítulo 18 (2)

Habían transcurrido más de tres años desde que Santa Sofía de la Piedad le llevó la gramática, cuando Aureliano consiguió traducir el primer pliego. No fue una labor inútil, pero constituía apenas un primer paso en un camino cuya longitud era imposible prever, porque el texto en castellano no significaba nada: eran versos cifrados. Aureliano carecía de elementos para establecer las claves que le permitieran desentrañarlos, pero como Melquíades le había dicho que en la tienda del sabio catalán estaban los libros que le harían falta para llegar al fondo de los pergaminos, decidió hablar con Fernanda para que le permitiera ir a buscarlos. En el cuarto devorado por los escombros, cuya proliferación incontenible había terminado por derrotarlo, pensaba en la forma más adecuada de formular la solicitud, se anticipaba a las circunstancias, calculaba la ocasión más adecuada, pero cuando encontraba a Fernanda retirando la comida del rescoldo, que era la única oportunidad para hablarle, la solicitud laboriosamente premeditada se le atragantaba, y se le perdía la voz. Fue aquella la única vez en que la espió. Estaba pendiente de sus pasos en el dormitorio. La oía ir hasta la puerta para recibir las cartas de sus hijos y entregarle las suyas al cartero, y escuchaba hasta muy altas horas de la noche el trazo duro y apasionado de la pluma en el papel, antes de oír el ruido del interruptor y el murmullo de las oraciones en la oscuridad. Solo entonces se dormía, confiando en que el día siguiente le daría la oportunidad esperada. Se ilusionó tanto con la idea de que el permiso no le sería negado que una mañana se cortó el cabello que ya le daba a los hombros, se afeitó la barba enmarañada, se puso unos pantalones estrechos y una camisa de cuello postizo que no sabía de quién había heredado, y esperó en la cocina a que Fernanda fuera a desayunar. No llegó la mujer de todos los días, la de la cabeza alzada y la andadura pétrea, sino una anciana de una hermosura sobrenatural, con una amarillenta capa de armiño, una corona de cartón dorado, y la conducta lánguida de quien ha llorado en secreto. En realidad, desde que lo encontró en los baúles de Aureliano Segundo, Fernanda se había puesto muchas veces el apolillado vestido de reina. Cualquiera que la hubiera visto frente al espejo, extasiada en sus propios ademanes monárquicos, habría podido pensar que estaba loca. Pero no lo estaba. Simplemente, había convertido los atuendos reales en una máquina de recordar. La primera vez que se los puso no pudo evitar que se le formara un nudo en el corazón y que los ojos se le llenaran de lágrimas, porque en aquel instante volvió a percibir el olor de betún de las botas del militar que fue a buscarla a su casa para hacerla reina, y el alma se le cristalizó con la nostalgia de los sueños perdidos. Se sintió tan vieja, tan acabada, tan distante de las mejores horas de su vida, que inclusive añoró las que recordaba como las peores, y solo entonces descubrió cuánta falta hacían las ráfagas de orégano en el corredor, y el vapor de los rosales al atardecer, y hasta la naturaleza bestial de los advenedizos. Su corazón de ceniza apelmazada, que había resistido sin quebrantos a los golpes más certeros de la realidad cotidiana, se desmoronó a los primeros embates de la nostalgia. La necesidad de sentirse triste se le iba convirtiendo en un vicio a medida que la devastaban los años. Se humanizó en la soledad. Sin embargo, la mañana en que entró en la cocina y se encontró con una taza de café que le ofrecía un adolescente óseo y pálido, con un resplandor alucinado en los ojos, la desgarró el zarpazo del ridículo. No solo le negó el permiso, sino que desde entonces cargó las llaves de la casa en la bolsa donde guardaba los pesarios sin usar. Era una precaución inútil, porque de haberlo querido Aureliano habría podido escapar y hasta volver a casa sin ser visto. Pero el prolongado cautiverio, la incertidumbre del mundo, el hábito de obedecer, habían resecado en su corazón las semillas de la rebeldía. De modo que volvió a su clausura, pasando y repasando los pergaminos, y oyendo hasta muy avanzada la noche los sollozos de Fernanda en el dormitorio. Una mañana fue como de costumbre a prender el fogón, y encontró en las cenizas apagadas la comida que había dejado para ella el día anterior. Entonces se asomó al dormitorio, y la vio tendida en la cama, tapada con la capa de armiño, más bella que nunca, y con la piel convertida en una cáscara de marfil. Cuatro meses después, cuando llegó José Arcadio, la encontró intacta.

Era imposible concebir un hombre más parecido a su madre. Llevaba un traje de tafetán luctuoso, una camisa de cuello redondo y duro, y una delgada cinta de seda con un lazo, en lugar de la corbata. Era lívido, lánguido, de mirada atónita y labios débiles. El cabello negro, lustrado y liso, partido en el centro del cráneo por una línea recta y exangüe, tenía la misma apariencia postiza del pelo de los santos. La sombra de la barba bien destroncada en el rostro de parafina parecía un asunto de la conciencia. Tenía las manos pálidas, con nervaduras verdes y dedos parasitarios, y un anillo de oro macizo con un ópalo girasol, redondo, en el índice izquierdo. Cuando le abrió la puerta de la calle, Aureliano no hubiera tenido necesidad de suponer quién era para darse cuenta de que venía de muy lejos. La casa se impregnó a su paso de la fragancia de agua florida que Úrsula le echaba en la cabeza cuando era niño, para poder encontrarlo en las tinieblas. De algún modo imposible de precisar, después de tantos años de ausencia José Arcadio seguía siendo un niño otoñal, terriblemente triste y solitario. Fue directamente al dormitorio de su madre, donde Aureliano había vaporizado mercurio durante cuatro meses en el atanor del abuelo de su abuelo, para conservar el cuerpo según la fórmula de Melquíades. José Arcadio no hizo ninguna pregunta. Le dio un beso en la frente al cadáver, le sacó de debajo de la falda la faltriquera de jareta donde había tres pesarios todavía sin usar, y la llave del ropero. Hacía todo con ademanes directos y decididos, en contraste con su languidez. Sacó del ropero un cofrecito damasquinado con el escudo familiar, y encontró en el interior perfumado de sándalo la carta voluminosa en que Fernanda desahogó el corazón de las incontables verdades que le había ocultado. La leyó de pie, con avidez pero sin ansiedad, y en la tercera página se detuvo, y examinó a Aureliano con una mirada de segundo reconocimiento.

—Entonces —dijo con una voz que tenía algo de navaja de afeitar—, tú eres el bastardo.

—Soy Aureliano Buendía.

—Vete a tu cuarto —dijo José Arcadio.

Aureliano se fue, y no volvió a salir ni siquiera por curiosidad cuando oyó el rumor de los funerales solitarios. A veces, desde la cocina, veía a José Arcadio deambulando por la casa, ahogándose en su respiración anhelante, y seguía escuchando sus pasos por los dormitorios en ruinas después de la medianoche. No oyó su voz en muchos meses, no solo porque José Arcadio no le dirigía la palabra, sino porque él no tenía deseos de que ocurriera, ni tiempo de pensar en nada distinto de los pergaminos. A la muerte de Fernanda, había sacado el penúltimo pescadito y había ido a la librería del sabio catalán en busca de los libros que le hacían falta. No le interesó nada de lo que vio en el trayecto, acaso porque carecía de recuerdos para comparar, y las calles desiertas y las casas desoladas eran iguales a como las había imaginado en un tiempo en que hubiera dado el alma por conocerlas. Se había concedido a sí mismo el permiso que le negó Fernanda, y solo por una vez, con un objetivo único y por el tiempo mínimo indispensable, así que recorrió sin pausa las once cuadras que separaban la casa del callejón donde antes se interpretaban los sueños, y entró acezando en el abigarrado y sombrío local donde apenas había espacio para moverse. Más que una librería, aquella parecía un basurero de libros usados, puestos en desorden en los estantes mellados por el comején, en los rincones amelazados de telaraña, y aun en los espacios que debieron destinarse a los pasadizos. En una larga mesa, también agobiada de mamotretos, el propietario escribía una prosa incansable, con una caligrafía morada, un poco delirante, y en hojas sueltas de cuaderno escolar. Tenía una hermosa cabellera plateada que se le adelantaba en la frente como el penacho de una cacatúa, y sus ojos azules, vivos y estrechos, revelaban la mansedumbre del hombre que ha leído todos los libros. Estaba en calzoncillos, empapado en sudor, y no desentendió la escritura para ver quién había llegado. Aureliano no tuvo dificultad para rescatar de entre aquel desorden de fábula los cinco libros que buscaba, pues estaban en el lugar exacto que le indicó Melquíades. Sin decir una palabra, se los entregó junto con el pescadito de oro al sabio catalán, y este los examinó, y sus párpados se contrajeron como dos almejas. «Debes estar loco», dijo en su lengua, alzándose de hombros, y le devolvió a Aureliano los cinco libros y el pescadito.

—Llévatelos —dijo en castellano—. El último hombre que leyó esos libros debió ser Isaac el Ciego, así que piensa bien lo que haces.

José Arcadio restauró el dormitorio de Meme, mandó limpiar y remendar las cortinas de terciopelo y el damasco del baldaquín de la cama virreinal, y puso otra vez en servicio el baño abandonado, cuya alberca de cemento estaba renegrida por una nata fibrosa y áspera. A esos dos lugares se redujo su imperio de pacotilla, de gastados géneros exóticos, de perfumes falsos y pedrería barata. Lo único que pareció estorbarle en el resto de la casa fueron los santos del altar doméstico, que una tarde quemó hasta convertirlos en ceniza, en una hoguera que prendió en el patio. Dormía hasta después de las once. Iba al baño con una deshilachada túnica de dragones dorados y unas chinelas de borlas amarillas, y allí oficiaba un rito que por su parsimonia y duración recordaba al de Remedios, la bella. Antes de bañarse, aromaba la alberca con las sales que llevaba en tres pomos alabastrados. No se hacía abluciones con la totuma, sino que se zambullía en las aguas fragantes, y permanecía hasta dos horas flotando bocarriba, adormecido por la frescura y por el recuerdo de Amaranta. A los pocos días de haber llegado abandonó el vestido de tafetán, que además de ser demasiado caliente para el pueblo era el único que tenía, y lo cambió por unos pantalones ajustados, muy parecidos a los que usaba Pietro Crespi en las clases de baile, y una camisa de seda tejida con el gusano vivo, y con sus iniciales bordadas en el corazón. Dos veces por semana lavaba la muda completa en la alberca, y se quedaba con la túnica hasta que se secaba, pues no tenía nada más que ponerse. Nunca comía en la casa. Salía a la calle cuando aflojaba el calor de la siesta, y no regresaba hasta muy entrada la noche. Entonces continuaba su deambular angustioso, respirando como un gato, y pensando en Amaranta. Ella, y la mirada espantosa de los santos en el fulgor de la lámpara nocturna, eran los dos recuerdos que conservaba de la casa. Muchas veces, en el alucinante agosto romano, había abierto los ojos en mitad del sueño, y había visto a Amaranta surgiendo de un estanque de mármol brocatel, con sus pollerines de encaje y su venda en la mano, idealizada por la ansiedad del exilio. Al contrario de Aureliano José, que trató de sofocar aquella imagen en el pantano sangriento de la guerra, él trataba de mantenerla viva en un cenegal de concupiscencia, mientras entretenía a su madre con la patraña sin término de la vocación pontificia. Ni a él ni a Fernanda se les ocurrió pensar nunca que su correspondencia fuera un intercambio de fantasías. José Arcadio, que abandonó el seminario tan pronto como llegó a Roma, siguió alimentando la leyenda de la teología y el derecho canónico, para no poner en peligro la herencia fabulosa de que le hablaban las cartas delirantes de su madre, y que había de rescatarlo de la miseria y la sordidez que compartía con dos amigos en una buhardilla del Trastévere. Cuando recibió la última carta de Fernanda, dictada por el presentimiento de la muerte inminente, metió en una maleta los últimos desperdicios de su falso esplendor, y atravesó el océano en una bodega donde los emigrantes se apelotonaban como reses de matadero, comiendo macarrones fríos y queso agusanado. Antes de leer el testamento de Fernanda, que no era más que una minuciosa y tardía recapitulación de infortunios, ya los muebles desvencijados y la maleza del corredor le habían indicado que estaba metido en una trampa de la cual no saldría jamás, para siempre exiliado de la luz de diamante y el aire inmemorial de la primavera romana. En los insomnios agotadores del asma, medía y volvía a medir la profundidad de su desventura, mientras repasaba la casa tenebrosa donde los aspavientos seniles de Úrsula le infundieron el miedo del mundo. Para estar segura de no perderlo en las tinieblas, ella le había asignado un rincón del dormitorio, el único donde podría estar a salvo de los muertos que deambulaban por la casa desde el atardecer. «Cualquier cosa mala que hagas —le decía Úrsula— me la dirán los santos». Las noches pávidas de su infancia se redujeron a ese rincón, donde permanecía inmóvil hasta la hora de acostarse, sudando de miedo en un taburete, bajo la mirada vigilante y glacial de los santos acusetas. Era una tortura inútil, porque ya para esa época, él tenía terror de todo lo que lo rodeaba, y estaba preparado para asustarse de todo lo que encontrara en la vida: las mujeres de la calle, que echaban a perder la sangre; las mujeres de la casa, que parían hijos con cola de puerco; los gallos de pelea, que provocaban muertes de hombres y remordimientos de conciencia para el resto de la vida; las armas de fuego, que con solo tocarlas condenaban a veinte años de guerra; las empresas desacertadas, que solo conducían al desencanto y la locura, y todo, en fin, todo cuanto Dios había creado con su infinita bondad, y que el diablo había pervertido. Al despertar, molido por el torno de las pesadillas, la claridad de la ventana y las caricias de Amaranta en la alberca, y el deleite con que lo empolvaba entre las piernas con una bellota de seda, lo liberaban del terror. Hasta Úrsula era distinta bajo la luz radiante del jardín, porque allí no le hablaba de cosas de pavor, sino que le frotaba los dientes con polvo de carbón para que tuviera la sonrisa radiante de un Papa, y le cortaba y le pulía las uñas para que los peregrinos que llegaran a Roma de todo el ámbito de la tierra se asombraran de la pulcritud de las manos del Papa cuando les echara la bendición, y lo peinaba como un Papa, y lo ensopaba con agua florida para que su cuerpo y sus ropas tuvieran la fragancia de un Papa. En el patio de Castelgandolfo él había visto al Papa en un balcón, pronunciando el mismo discurso en siete idiomas para una muchedumbre de peregrinos, y lo único que en efecto le había llamado la atención era la blancura de sus manos, que parecían maceradas en lejía, el resplandor deslumbrante de sus ropas de verano, y su recóndito hálito de agua de colonia.

Capítulo 18 (2) Chapter 18 (2) Capítulo 18 (2) Глава 18 (2)

Habían transcurrido más de tres años desde que Santa Sofía de la Piedad le llevó la gramática, cuando Aureliano consiguió traducir el primer pliego. More than three years had passed since Santa Sofía de la Piedad brought him the grammar, when Aureliano managed to translate the first sheet. No fue una labor inútil, pero constituía apenas un primer paso en un camino cuya longitud era imposible prever, porque el texto en castellano no significaba nada: eran versos cifrados. Aureliano carecía de elementos para establecer las claves que le permitieran desentrañarlos, pero como Melquíades le había dicho que en la tienda del sabio catalán estaban los libros que le harían falta para llegar al fondo de los pergaminos, decidió hablar con Fernanda para que le permitiera ir a buscarlos. Aureliano lacked the elements to establish the keys that would allow him to unravel them, but since Melquíades had told him that the books he would need to get to the bottom of the scrolls were in the shop of the Catalan sage, he decided to talk to Fernanda so that she would allow him to go. to look for them En el cuarto devorado por los escombros, cuya proliferación incontenible había terminado por derrotarlo, pensaba en la forma más adecuada de formular la solicitud, se anticipaba a las circunstancias, calculaba la ocasión más adecuada, pero cuando encontraba a Fernanda retirando la comida del rescoldo, que era la única oportunidad para hablarle, la solicitud laboriosamente premeditada se le atragantaba, y se le perdía la voz. In the room devoured by rubble, whose irrepressible proliferation had ended up defeating him, he thought of the most appropriate way to formulate the request, he anticipated the circumstances, calculated the most appropriate occasion, but when he found Fernanda removing the food from the embers, that it was the only opportunity to speak to him, the laboriously premeditated request was choking him, and his voice was lost. Fue aquella la única vez en que la espió. That was the only time he spied on her. Estaba pendiente de sus pasos en el dormitorio. La oía ir hasta la puerta para recibir las cartas de sus hijos y entregarle las suyas al cartero, y escuchaba hasta muy altas horas de la noche el trazo duro y apasionado de la pluma en el papel, antes de oír el ruido del interruptor y el murmullo de las oraciones en la oscuridad. Solo entonces se dormía, confiando en que el día siguiente le daría la oportunidad esperada. Only then would he fall asleep, confident that the next day would give him the expected opportunity. Se ilusionó tanto con la idea de que el permiso no le sería negado que una mañana se cortó el cabello que ya le daba a los hombros, se afeitó la barba enmarañada, se puso unos pantalones estrechos y una camisa de cuello postizo que no sabía de quién había heredado, y esperó en la cocina a que Fernanda fuera a desayunar. He was so excited that permission would not be denied him that one morning he cut off his shoulder-length hair, shaved off his matted beard, put on tight pants and a shirt with a false collar he didn't know about. who had inherited, and waited in the kitchen for Fernanda to go to breakfast. No llegó la mujer de todos los días, la de la cabeza alzada y la andadura pétrea, sino una anciana de una hermosura sobrenatural, con una amarillenta capa de armiño, una corona de cartón dorado, y la conducta lánguida de quien ha llorado en secreto. The woman of every day did not arrive, the one with the raised head and the stony walk, but an old woman of unearthly beauty, with a yellowish ermine cape, a crown of golden cardboard, and the languid demeanor of someone who has secretly wept . En realidad, desde que lo encontró en los baúles de Aureliano Segundo, Fernanda se había puesto muchas veces el apolillado vestido de reina. Cualquiera que la hubiera visto frente al espejo, extasiada en sus propios ademanes monárquicos, habría podido pensar que estaba loca. Pero no lo estaba. Simplemente, había convertido los atuendos reales en una máquina de recordar. He had simply turned royal outfits into a memory machine. La primera vez que se los puso no pudo evitar que se le formara un nudo en el corazón y que los ojos se le llenaran de lágrimas, porque en aquel instante volvió a percibir el olor de betún de las botas del militar que fue a buscarla a su casa para hacerla reina, y el alma se le cristalizó con la nostalgia de los sueños perdidos. The first time she put them on, she couldn't help but make her heart clench and her eyes fill with tears, because at that moment she again smelled the shoe polish smell of the boots of the soldier who went looking for her at her house to make her queen, and her soul crystallized with the nostalgia of lost dreams. Se sintió tan vieja, tan acabada, tan distante de las mejores horas de su vida, que inclusive añoró las que recordaba como las peores, y solo entonces descubrió cuánta falta hacían las ráfagas de orégano en el corredor, y el vapor de los rosales al atardecer, y hasta la naturaleza bestial de los advenedizos. She felt so old, so exhausted, so distant from the best hours of her life, that she even longed for those that she remembered as the worst, and only then did she discover how much she needed the gusts of oregano in the corridor, and the steam from the rose bushes in the sunset, and even the bestial nature of upstarts. Su corazón de ceniza apelmazada, que había resistido sin quebrantos a los golpes más certeros de la realidad cotidiana, se desmoronó a los primeros embates de la nostalgia. La necesidad de sentirse triste se le iba convirtiendo en un vicio a medida que la devastaban los años. The need to feel sad was becoming a vice as the years devastated her. Se humanizó en la soledad. He became human in solitude. Sin embargo, la mañana en que entró en la cocina y se encontró con una taza de café que le ofrecía un adolescente óseo y pálido, con un resplandor alucinado en los ojos, la desgarró el zarpazo del ridículo. However, the morning she walked into the kitchen and found a cup of coffee being offered to her by a bony, pale adolescent with a hallucinated gleam in his eyes, she was torn by the claw of ridicule. No solo le negó el permiso, sino que desde entonces cargó las llaves de la casa en la bolsa donde guardaba los pesarios sin usar. Not only did he deny permission, but from then on he carried the keys to the house in the bag where he kept the unused pessaries. Era una precaución inútil, porque de haberlo querido Aureliano habría podido escapar y hasta volver a casa sin ser visto. It was a useless precaution, because if Aureliano had wanted to, he could have escaped and even returned home without being seen. Pero el prolongado cautiverio, la incertidumbre del mundo, el hábito de obedecer, habían resecado en su corazón las semillas de la rebeldía. De modo que volvió a su clausura, pasando y repasando los pergaminos, y oyendo hasta muy avanzada la noche los sollozos de Fernanda en el dormitorio. Una mañana fue como de costumbre a prender el fogón, y encontró en las cenizas apagadas la comida que había dejado para ella el día anterior. Entonces se asomó al dormitorio, y la vio tendida en la cama, tapada con la capa de armiño, más bella que nunca, y con la piel convertida en una cáscara de marfil. Then he peeked into the bedroom, and saw her lying on the bed, covered with the ermine cloak, more beautiful than ever, and her skin turned into an ivory shell. Cuatro meses después, cuando llegó José Arcadio, la encontró intacta.

Era imposible concebir un hombre más parecido a su madre. Llevaba un traje de tafetán luctuoso, una camisa de cuello redondo y duro, y una delgada cinta de seda con un lazo, en lugar de la corbata. He was wearing a suit of mournful taffeta, a stiff round-necked shirt, and a thin silk ribbon with a bow in place of his tie. Era lívido, lánguido, de mirada atónita y labios débiles. El cabello negro, lustrado y liso, partido en el centro del cráneo por una línea recta y exangüe, tenía la misma apariencia postiza del pelo de los santos. The black hair, polished and straight, parted in the center of the skull by a straight and bloodless line, had the same false appearance of the hair of the saints. La sombra de la barba bien destroncada en el rostro de parafina parecía un asunto de la conciencia. The shadow of the well-cropped beard on the paraffin face seemed a matter of conscience. Tenía las manos pálidas, con nervaduras verdes y dedos parasitarios, y un anillo de oro macizo con un ópalo girasol, redondo, en el índice izquierdo. She had pale, green-veined hands with parasitic fingers, and a solid gold ring with a round sunflower opal on her left index finger. Cuando le abrió la puerta de la calle, Aureliano no hubiera tenido necesidad de suponer quién era para darse cuenta de que venía de muy lejos. When he opened the door to the street for him, Aureliano would not have had to guess who he was to realize that he had come from a long way off. La casa se impregnó a su paso de la fragancia de agua florida que Úrsula le echaba en la cabeza cuando era niño, para poder encontrarlo en las tinieblas. The house was permeated as he passed by the fragrance of flowery water that Úrsula poured over his head when he was a child, so that she could find him in the darkness. De algún modo imposible de precisar, después de tantos años de ausencia José Arcadio seguía siendo un niño otoñal, terriblemente triste y solitario. In some way impossible to specify, after so many years of absence, José Arcadio was still an autumnal child, terribly sad and lonely. Fue directamente al dormitorio de su madre, donde Aureliano había vaporizado mercurio durante cuatro meses en el atanor del abuelo de su abuelo, para conservar el cuerpo según la fórmula de Melquíades. José Arcadio no hizo ninguna pregunta. Le dio un beso en la frente al cadáver, le sacó de debajo de la falda la faltriquera de jareta donde había tres pesarios todavía sin usar, y la llave del ropero. He kissed the corpse on the forehead, took out from under his skirt the drawstring pouch where there were three pessaries still unused, and the key to the wardrobe. Hacía todo con ademanes directos y decididos, en contraste con su languidez. Sacó del ropero un cofrecito damasquinado con el escudo familiar, y encontró en el interior perfumado de sándalo la carta voluminosa en que Fernanda desahogó el corazón de las incontables verdades que le había ocultado. La leyó de pie, con avidez pero sin ansiedad, y en la tercera página se detuvo, y examinó a Aureliano con una mirada de segundo reconocimiento. He read it standing up, avidly but without anxiety, and on the third page he stopped, and examined Aureliano with a look of second recognition.

—Entonces —dijo con una voz que tenía algo de navaja de afeitar—, tú eres el bastardo. “So,” he said in a voice that had something of a razor edge to it, “you're the bastard.

—Soy Aureliano Buendía.

—Vete a tu cuarto —dijo José Arcadio.

Aureliano se fue, y no volvió a salir ni siquiera por curiosidad cuando oyó el rumor de los funerales solitarios. A veces, desde la cocina, veía a José Arcadio deambulando por la casa, ahogándose en su respiración anhelante, y seguía escuchando sus pasos por los dormitorios en ruinas después de la medianoche. Sometimes, from the kitchen, she would see José Arcadio wandering through the house, choking on his longing breath, and she would continue to hear his footsteps through the ruined bedrooms after midnight. No oyó su voz en muchos meses, no solo porque José Arcadio no le dirigía la palabra, sino porque él no tenía deseos de que ocurriera, ni tiempo de pensar en nada distinto de los pergaminos. A la muerte de Fernanda, había sacado el penúltimo pescadito y había ido a la librería del sabio catalán en busca de los libros que le hacían falta. No le interesó nada de lo que vio en el trayecto, acaso porque carecía de recuerdos para comparar, y las calles desiertas y las casas desoladas eran iguales a como las había imaginado en un tiempo en que hubiera dado el alma por conocerlas. He was not interested in anything he saw on the way, perhaps because he lacked memories to compare, and the deserted streets and desolate houses were the same as he had imagined them at a time when he would have given his soul to see them. Se había concedido a sí mismo el permiso que le negó Fernanda, y solo por una vez, con un objetivo único y por el tiempo mínimo indispensable, así que recorrió sin pausa las once cuadras que separaban la casa del callejón donde antes se interpretaban los sueños, y entró acezando en el abigarrado y sombrío local donde apenas había espacio para moverse. Más que una librería, aquella parecía un basurero de libros usados, puestos en desorden en los estantes mellados por el comején, en los rincones amelazados de telaraña, y aun en los espacios que debieron destinarse a los pasadizos. More than a bookstore, this one looked like a dump of used books, disarranged on the shelves dented by termites, in the corners covered in cobwebs, and even in the spaces that should have been used for passageways. En una larga mesa, también agobiada de mamotretos, el propietario escribía una prosa incansable, con una caligrafía morada, un poco delirante, y en hojas sueltas de cuaderno escolar. Tenía una hermosa cabellera plateada que se le adelantaba en la frente como el penacho de una cacatúa, y sus ojos azules, vivos y estrechos, revelaban la mansedumbre del hombre que ha leído todos los libros. Estaba en calzoncillos, empapado en sudor, y no desentendió la escritura para ver quién había llegado. Aureliano no tuvo dificultad para rescatar de entre aquel desorden de fábula los cinco libros que buscaba, pues estaban en el lugar exacto que le indicó Melquíades. Sin decir una palabra, se los entregó junto con el pescadito de oro al sabio catalán, y este los examinó, y sus párpados se contrajeron como dos almejas. Without saying a word, he handed them along with the little gold fish to the Catalan sage, and he examined them, and his eyelids contracted like two clams. «Debes estar loco», dijo en su lengua, alzándose de hombros, y le devolvió a Aureliano los cinco libros y el pescadito. "You must be crazy," he said in his language, shrugging his shoulders, and gave Aureliano back the five books and the little fish.

—Llévatelos —dijo en castellano—. El último hombre que leyó esos libros debió ser Isaac el Ciego, así que piensa bien lo que haces. The last man who read those books must have been Blind Isaac, so think carefully about what you do.

José Arcadio restauró el dormitorio de Meme, mandó limpiar y remendar las cortinas de terciopelo y el damasco del baldaquín de la cama virreinal, y puso otra vez en servicio el baño abandonado, cuya alberca de cemento estaba renegrida por una nata fibrosa y áspera. José Arcadio restored Meme's bedroom, ordered the velvet curtains and the damask canopy of the viceregal bed to be cleaned and mended, and he put the abandoned bathroom back into service, whose cement pool was blackened by a fibrous and rough cream. A esos dos lugares se redujo su imperio de pacotilla, de gastados géneros exóticos, de perfumes falsos y pedrería barata. It was to these two places that his shoddy empire was reduced, of well-worn exotic goods, false perfumes and cheap jewels. Lo único que pareció estorbarle en el resto de la casa fueron los santos del altar doméstico, que una tarde quemó hasta convertirlos en ceniza, en una hoguera que prendió en el patio. The only thing that seemed to bother him in the rest of the house were the saints on the domestic altar, which one afternoon he burned to ash in a bonfire that he lit in the patio. Dormía hasta después de las once. I slept until after eleven. Iba al baño con una deshilachada túnica de dragones dorados y unas chinelas de borlas amarillas, y allí oficiaba un rito que por su parsimonia y duración recordaba al de Remedios, la bella. Antes de bañarse, aromaba la alberca con las sales que llevaba en tres pomos alabastrados. Before taking a bath, he scented the pool with the salts that he carried in three alabaster knobs. No se hacía abluciones con la totuma, sino que se zambullía en las aguas fragantes, y permanecía hasta dos horas flotando bocarriba, adormecido por la frescura y por el recuerdo de Amaranta. He did not perform ablutions with the totuma, but plunged into the fragrant waters, and remained floating upside down for up to two hours, drowsy from the freshness and from the memory of Amaranta. A los pocos días de haber llegado abandonó el vestido de tafetán, que además de ser demasiado caliente para el pueblo era el único que tenía, y lo cambió por unos pantalones ajustados, muy parecidos a los que usaba Pietro Crespi en las clases de baile, y una camisa de seda tejida con el gusano vivo, y con sus iniciales bordadas en el corazón. A few days after arriving, she abandoned her taffeta dress, which in addition to being too hot for the town, was the only one she had, and changed it for tight pants, very similar to those Pietro Crespi wore in dance classes, and a silk shirt woven with the live worm, and with his initials embroidered on the heart. Dos veces por semana lavaba la muda completa en la alberca, y se quedaba con la túnica hasta que se secaba, pues no tenía nada más que ponerse. Nunca comía en la casa. Salía a la calle cuando aflojaba el calor de la siesta, y no regresaba hasta muy entrada la noche. Entonces continuaba su deambular angustioso, respirando como un gato, y pensando en Amaranta. Then he continued his anguished wandering, breathing like a cat, and thinking of Amaranta. Ella, y la mirada espantosa de los santos en el fulgor de la lámpara nocturna, eran los dos recuerdos que conservaba de la casa. Muchas veces, en el alucinante agosto romano, había abierto los ojos en mitad del sueño, y había visto a Amaranta surgiendo de un estanque de mármol brocatel, con sus pollerines de encaje y su venda en la mano, idealizada por la ansiedad del exilio. Many times, in the hallucinatory Roman August, he had opened his eyes in the middle of a dream, and had seen Amaranta emerging from a brocatel marble pool, with her lace petticoats and her blindfold in her hand, idealized by the anxiety of exile. Al contrario de Aureliano José, que trató de sofocar aquella imagen en el pantano sangriento de la guerra, él trataba de mantenerla viva en un cenegal de concupiscencia, mientras entretenía a su madre con la patraña sin término de la vocación pontificia. Contrary to Aureliano José, who tried to suffocate that image in the bloody swamp of war, he tried to keep it alive in a quagmire of lust, while he entertained his mother with the endless hoax of the pontifical vocation. Ni a él ni a Fernanda se les ocurrió pensar nunca que su correspondencia fuera un intercambio de fantasías. José Arcadio, que abandonó el seminario tan pronto como llegó a Roma, siguió alimentando la leyenda de la teología y el derecho canónico, para no poner en peligro la herencia fabulosa de que le hablaban las cartas delirantes de su madre, y que había de rescatarlo de la miseria y la sordidez que compartía con dos amigos en una buhardilla del Trastévere. José Arcadio, who abandoned the seminary as soon as he arrived in Rome, continued to nurture the legend of theology and canon law, so as not to jeopardize the fabulous inheritance that his mother's delirious letters told him about, and that he was to rescue him. of the misery and sordidness that he shared with two friends in an attic in Trastevere. Cuando recibió la última carta de Fernanda, dictada por el presentimiento de la muerte inminente, metió en una maleta los últimos desperdicios de su falso esplendor, y atravesó el océano en una bodega donde los emigrantes se apelotonaban como reses de matadero, comiendo macarrones fríos y queso agusanado. When he received Fernanda's last letter, dictated by the premonition of imminent death, he packed the last dregs of his false splendor in a suitcase and crossed the ocean to a warehouse where the emigrants crowded together like slaughterhouse cattle, eating cold macaroni and wormy cheese. Antes de leer el testamento de Fernanda, que no era más que una minuciosa y tardía recapitulación de infortunios, ya los muebles desvencijados y la maleza del corredor le habían indicado que estaba metido en una trampa de la cual no saldría jamás, para siempre exiliado de la luz de diamante y el aire inmemorial de la primavera romana. Before reading Fernanda's will, which was nothing more than a meticulous and belated recapitulation of misfortunes, the dilapidated furniture and the weeds in the corridor had already indicated to him that he was caught in a trap from which he would never emerge, forever exiled from the diamond light and the immemorial air of the Roman spring. En los insomnios agotadores del asma, medía y volvía a medir la profundidad de su desventura, mientras repasaba la casa tenebrosa donde los aspavientos seniles de Úrsula le infundieron el miedo del mundo. In the exhausting sleeplessness of asthma, he measured and measured again the depth of his misfortune, while he reviewed the gloomy house where Úrsula's senile fuss instilled in him the fear of the world. Para estar segura de no perderlo en las tinieblas, ella le había asignado un rincón del dormitorio, el único donde podría estar a salvo de los muertos que deambulaban por la casa desde el atardecer. To be sure she wouldn't lose him in the darkness, she had assigned him a corner of the bedroom, the only one where he would be safe from the dead who had wandered through the house since sunset. «Cualquier cosa mala que hagas —le decía Úrsula— me la dirán los santos». Las noches pávidas de su infancia se redujeron a ese rincón, donde permanecía inmóvil hasta la hora de acostarse, sudando de miedo en un taburete, bajo la mirada vigilante y glacial de los santos acusetas. The gloomy nights of his childhood were reduced to that corner, where he would remain motionless until bedtime, sweating with fear on a stool, under the watchful and icy gaze of the holy accusetas. Era una tortura inútil, porque ya para esa época, él tenía terror de todo lo que lo rodeaba, y estaba preparado para asustarse de todo lo que encontrara en la vida: las mujeres de la calle, que echaban a perder la sangre; las mujeres de la casa, que parían hijos con cola de puerco; los gallos de pelea, que provocaban muertes de hombres y remordimientos de conciencia para el resto de la vida; las armas de fuego, que con solo tocarlas condenaban a veinte años de guerra; las empresas desacertadas, que solo conducían al desencanto y la locura, y todo, en fin, todo cuanto Dios había creado con su infinita bondad, y que el diablo había pervertido. It was useless torture, because by that time, he was terrified of everything that surrounded him, and he was prepared to be scared of everything he encountered in life: women on the street, who spoiled the blood; the women of the house, who gave birth to children with the tail of a pig; the fighting cocks, which caused the death of men and pangs of conscience for the rest of their lives; firearms, which just touching them condemned them to twenty years of war; the ill-advised enterprises, which only led to disappointment and madness, and everything, in short, everything that God had created with his infinite goodness, and that the devil had perverted. Al despertar, molido por el torno de las pesadillas, la claridad de la ventana y las caricias de Amaranta en la alberca, y el deleite con que lo empolvaba entre las piernas con una bellota de seda, lo liberaban del terror. When he woke up, crushed by the wheel of nightmares, the light from the window and Amaranta's caresses in the pool, and the delight with which she powdered him between his legs with a silk acorn, freed him from terror. Hasta Úrsula era distinta bajo la luz radiante del jardín, porque allí no le hablaba de cosas de pavor, sino que le frotaba los dientes con polvo de carbón para que tuviera la sonrisa radiante de un Papa, y le cortaba y le pulía las uñas para que los peregrinos que llegaran a Roma de todo el ámbito de la tierra se asombraran de la pulcritud de las manos del Papa cuando les echara la bendición, y lo peinaba como un Papa, y lo ensopaba con agua florida para que su cuerpo y sus ropas tuvieran la fragancia de un Papa. Even Úrsula was different under the radiant light of the garden, because there she did not talk to him about things of fear, but rubbed his teeth with coal dust so that he would have the radiant smile of a Pope, and cut and polished his nails to that the pilgrims who came to Rome from all over the world would be astonished at the neatness of the Pope's hands when he blessed them, combed his hair like a Pope, and drenched it with flowery water so that his body and clothes They had the fragrance of a Pope. En el patio de Castelgandolfo él había visto al Papa en un balcón, pronunciando el mismo discurso en siete idiomas para una muchedumbre de peregrinos, y lo único que en efecto le había llamado la atención era la blancura de sus manos, que parecían maceradas en lejía, el resplandor deslumbrante de sus ropas de verano, y su recóndito hálito de agua de colonia.