Capítulo 16 (1)
XVI
Llovió cuatro años, once meses y dos días. Hubo épocas de llovizna en que todo el mundo se puso sus ropas de pontifical y se compuso una cara de convaleciente para celebrar la escampada, pero pronto se acostumbraron a interpretar las pausas como anuncios de recrudecimiento. Se desempedraba el cielo en unas tempestades de estropicio, y el norte mandaba unos huracanes que desportillaron techos y derribaron paredes, y desenterraron de raíz las últimas cepas de las plantaciones. Como ocurrió durante la peste del insomnio, que Úrsula se dio a recordar por aquellos días, la propia calamidad iba inspirando defensas contra el tedio. Aureliano Segundo fue uno de los que más hicieron para no dejarse vencer por la ociosidad. Había ido a la casa por algún asunto casual la noche en que el señor Brown convocó la tormenta, y Fernanda trató de auxiliarlo con un paraguas medio desvarillado que encontró en un armario. «No hace falta», dijo él. «Me quedo aquí hasta que escampe». No era, por supuesto, un compromiso ineludible, pero estuvo a punto de cumplirlo al pie de la letra. Como su ropa estaba en casa de Petra Cotes, se quitaba cada tres días la que llevaba puesta, y esperaba en calzoncillos mientras la lavaban. Para no aburrirse, se entregó a la tarea de componer los numerosos desperfectos de la casa. Ajustó bisagras, aceitó cerraduras, atornilló aldabas y niveló fallebas. Durante varios meses se le vio vagar con una caja de herramientas que debieron olvidar los gitanos en los tiempos de José Arcadio Buendía, y nadie supo si fue por la gimnasia involuntaria, por el tedio invernal o por la abstinencia obligada, que la panza se le fue desinflando poco a poco como un pellejo, y la cara de tortuga beatífica se le hizo menos sanguínea y menos protuberante la papada, hasta que todo él terminó por ser menos paquidérmico y pudo amarrarse otra vez los cordones de los zapatos. Viéndolo montar picaportes y desconectar relojes, Fernanda se preguntó si no estaría incurriendo también en el vicio de hacer para deshacer, como el coronel Aureliano Buendía con los pescaditos de oro, Amaranta con los botones y la mortaja, José Arcadio Segundo con los pergaminos y Úrsula con los recuerdos. Pero no era cierto. Lo malo era que la lluvia lo trastornaba todo, y las máquinas más áridas echaban flores por entre los engranajes si no se les aceitaba cada tres días, y se oxidaban los hilos de los brocados y le nacían algas de azafrán a la ropa mojada. La atmósfera era tan húmeda que los peces hubieran podido entrar por las puertas y salir por las ventanas, navegando en el aire de los aposentos. Una mañana despertó Úrsula sintiendo que se acababa en un soponcio de placidez, y ya había pedido que le llevaran al padre Antonio Isabel, aunque fuera en andas, cuando Santa Sofía de la Piedad descubrió que tenía la espalda adoquinada de sanguijuelas. Se las desprendieron una por una, achicharrándolas con tizones, antes de que terminaran de desangrarla. Fue necesario excavar canales para desaguar la casa, y desembarazarla de sapos y caracoles, de modo que pudieran secarse los pisos, quitar los ladrillos de las patas de las camas y caminar otra vez con zapatos. Entretenido con las múltiples minucias que reclamaban su atención, Aureliano Segundo no se dio cuenta de que se estaba volviendo viejo, hasta una tarde en que se encontró contemplando el atardecer prematuro desde un mecedor, y pensando en Petra Cotes sin estremecerse. No habría tenido ningún inconveniente en regresar al amor insípido de Fernanda, cuya belleza se había reposado con la madurez, pero la lluvia lo había puesto a salvo de toda emergencia pasional, y le había infundido la serenidad esponjosa de la inapetencia. Se divirtió pensando en las cosas que hubiera podido hacer en otro tiempo con aquella lluvia que ya iba para un año. Había sido uno de los primeros que llevaron láminas de zinc a Macondo, mucho antes de que la compañía bananera las pusiera de moda, solo por techar con ellas el dormitorio de Petra Cotes y solazarse con la impresión de intimidad profunda que en aquella época le producía la crepitación de la lluvia. Pero hasta esos recuerdos locos de su juventud estrafalaria lo dejaban impávido, como si en la última parranda hubiera agotado sus cuotas de salacidad, y solo le hubiera quedado el premio maravilloso de poder evocarlas sin amargura ni arrepentimientos. Hubiera podido pensarse que el diluvio le había dado la oportunidad de sentarse a reflexionar, y que el trajín de los alicates y las alcuzas le había despertado la añoranza tardía de tantos oficios útiles como hubiera podido hacer y no hizo en la vida, pero ni lo uno ni lo otro era cierto, porque la tentación de sedentarismo y domesticidad que lo andaba rondando no era fruto de la recapacitación ni el escarmiento. Le llegaba de mucho más lejos, desenterrada por el trinche de la lluvia, de los tiempos en que leía en el cuarto de Melquíades las prodigiosas fábulas de los tapices volantes y las ballenas que se alimentaban de barcos con tripulaciones. Fue por esos días que en un descuido de Fernanda apareció en el corredor el pequeño Aureliano, y su abuelo conoció el secreto de su identidad. Le cortó el pelo, lo vistió, le enseñó a perderle el miedo a la gente, y muy pronto se vio que era un legítimo Aureliano Buendía, con sus pómulos altos, su mirada de asombro y su aire solitario. Para Fernanda fue un descanso. Hacía tiempo que había medido la magnitud de su soberbia, pero no encontraba cómo remediarla, porque mientras más pensaba en las soluciones, menos racionales le parecían. De haber sabido que Aureliano Segundo iba a tomar las cosas como las tomó, con una buena complacencia de abuelo, no le habría dado tantas vueltas ni tantos plazos, sino que desde el año anterior se hubiera liberado de la mortificación. Para Amaranta Úrsula, que ya había mudado los dientes, el sobrino fue como un juguete escurridizo que la consoló del tedio de la lluvia. Aureliano Segundo se acordó entonces de la enciclopedia inglesa que nadie había vuelto a tocar en el antiguo dormitorio de Meme. Empezó por mostrarles las láminas a los niños, en especial las de animales, y más tarde los mapas y las fotografías de países remotos y personajes célebres. Como no sabía inglés, y como apenas podía distinguir las ciudades más conocidas y las personalidades más corrientes, se dio a inventar nombres y leyendas para satisfacer la curiosidad insaciable de los niños.
Fernanda creía de veras que su esposo estaba esperando a que escampara para volver con la concubina. En los primeros meses de la lluvia temió que él intentara deslizarse hasta su dormitorio, y que ella iba a pasar por la vergüenza de revelarle que estaba incapacitada para la reconciliación desde el nacimiento de Amaranta Úrsula. Esa era la causa de su ansiosa correspondencia con los médicos invisibles, interrumpida por los frecuentes desastres del correo. Durante los primeros meses, cuando se supo que los trenes se descarrilaban en la tormenta, una carta de los médicos invisibles le indicó que se estaban perdiendo las suyas. Más tarde, cuando se interrumpieron los contactos con sus corresponsales ignotos, había pensado seriamente en ponerse la máscara de tigre que usó su marido en el carnaval sangriento, para hacerse examinar con un nombre ficticio por los médicos de la compañía bananera. Pero una de las tantas personas que pasaban a menudo por la casa llevando las noticias ingratas del diluvio le había dicho que la compañía estaba desmantelando sus dispensarios para llevárselos a tierras de escampada. Entonces perdió la esperanza. Se resignó a aguardar que pasara la lluvia y se normalizara el correo y, mientras tanto, se aliviaba de sus dolencias secretas con recursos de inspiración, porque hubiera preferido morirse a ponerse en manos del único médico que quedaba en Macondo, el francés extravagante que se alimentaba con hierba para burros. Se había aproximado a Úrsula, confiando en que ella conociera algún paliativo para sus quebrantos. Pero la tortuosa costumbre de no llamar las cosas por su nombre la llevó a poner lo anterior en lo posterior, y a sustituir lo parido por lo expulsado, y a cambiar flujos por ardores para que todo fuera menos vergonzoso, de manera que Úrsula concluyó razonablemente que los trastornos no eran uterinos, sino intestinales, y le aconsejó que tomara en ayunas una papeleta de calomel. De no haber sido por ese padecimiento que nada hubiera tenido de pudendo para alguien que no estuviera también enfermo de pudibundez, y de no haber sido por la pérdida de las cartas, a Fernanda no le habría importado la lluvia, porque al fin de cuentas toda la vida había sido para ella como si estuviera lloviendo. No modificó los horarios ni perdonó los ritos. Cuando todavía estaba la mesa alzada sobre ladrillos y puestas las sillas sobre tablones para que los comensales no se mojaran los pies, ella seguía sirviendo con manteles de lino y vajillas chinas, y prendiendo los candelabros en la cena, porque consideraba que las calamidades no podían tomarse de pretexto para el relajamiento de las costumbres. Nadie había vuelto a asomarse a la calle. Si de Fernanda hubiera dependido no habrían vuelto a hacerlo jamás, no solo desde que empezó a llover, sino desde mucho antes, puesto que ella consideraba que las puertas se habían inventado para cerrarlas, y que la curiosidad por lo que ocurría en la calle era cosa de rameras. Sin embargo, ella fue la primera en asomarse cuando avisaron que estaba pasando el entierro del coronel Gerineldo Márquez, aunque lo que vio entonces por la ventana entreabierta la dejó en tal estado de aflicción que durante mucho tiempo estuvo arrepintiéndose de su debilidad.
No habría podido concebirse un cortejo más desolado. Habían puesto el ataúd en una carreta de bueyes sobre la cual construyeron un cobertizo de hojas de banano, pero la presión de la lluvia era tan intensa y las calles estaban tan empantanadas que a cada paso se atollaban las ruedas y el cobertizo estaba a punto de desbaratarse. Los chorros de agua triste que caían sobre el ataúd iban ensopando la bandera que le habían puesto encima, y que era en realidad la bandera sucia de sangre y de pólvora, repudiada por los veteranos más dignos. Sobre el ataúd habían puesto también el sable con borlas de cobre y seda, el mismo que el coronel Gerineldo Márquez colgaba en la percha de la sala para entrar inerme al costurero de Amaranta. Detrás de la carreta, algunos descalzos y todos con los pantalones a media pierna, chapaleaban en el fango los últimos sobrevivientes de la capitulación de Neerlandia, llevando en una mano el bastón de carreto y en la otra una corona de flores de papel descoloridas por la lluvia. Aparecieron como una visión irreal en la calle que todavía llevaba el nombre del coronel Aureliano Buendía, y todos miraron la casa al pasar, y doblaron por la esquina de la plaza, donde tuvieron que pedir ayuda para sacar la carreta atascada. Úrsula se había hecho llevar a la puerta por Santa Sofía de la Piedad. Siguió con tanta atención las peripecias del entierro que nadie dudó de que lo estaba viendo, sobre todo porque su alzada mano de arcángel anunciador se movía con los cabeceos de la carreta.
—Adiós, Gerineldo, hijo mío —gritó—. Salúdame a mi gente y diles que nos vemos cuando escampe.
Aureliano Segundo la ayudó a volver a la cama, y con la misma informalidad con que la trataba siempre le preguntó el significado de su despedida.
—Es verdad —dijo ella—. Nada más estoy esperando que pase la lluvia para morirme.
El estado de las calles alarmó a Aureliano Segundo. Tardíamente preocupado por la suerte de sus animales, se echó encima un lienzo encerado y fue a casa de Petra Cotes. La encontró en el patio, con el agua a la cintura, tratando de desencallar el cadáver de un caballo. Aureliano Segundo la ayudó con una tranca, y el enorme cuerpo tumefacto dio una vuelta de campana y fue arrastrado por el torrente de barro líquido. Desde que empezó la lluvia Petra Cotes no había hecho más que desembarazar su patio de animales muertos. En las primeras semanas le mandó recados a Aureliano Segundo para que tomara providencias urgentes, y él había contestado que no había prisa, que la situación no era alarmante, que ya se pensaría en algo cuando escampara. Le mandó a decir que los potreros se estaban inundando, que el ganado se fugaba hacia las tierras altas donde no había qué comer, y que estaban a merced del tigre y la peste. «No hay nada que hacer», le contestó Aureliano Segundo. «Ya nacerán otros cuando escampe». Petra Cotes los había visto morir a racimadas, y apenas si se daba abasto para destazar a los que se quedaban atollados. Vio con una impotencia sorda cómo el diluvio fue exterminando sin misericordia una fortuna que en un tiempo se tuvo como la más grande y sólida de Macondo, y de la cual no quedaba sino la pestilencia. Cuando Aureliano Segundo decidió ir a ver lo que pasaba, solo encontró el cadáver del caballo, y una mula escuálida entre los escombros de la caballeriza. Petra Cotes lo vio llegar sin sorpresa, sin alegría ni resentimiento, y apenas se permitió una sonrisa irónica.