×

We use cookies to help make LingQ better. By visiting the site, you agree to our cookie policy.


image

Cien Años de Soledad de Gabriel García Márquez, Capítulo 15 (3)

Capítulo 15 (3)

—¡Cabrones! —gritó—. Les regalamos el minuto que falta.

Al final de su grito ocurrió algo que no le produjo espanto, sino una especie de alucinación. El capitán dio la orden de fuego y catorce nidos de ametralladoras le respondieron en el acto. Pero todo parecía una farsa. Era como si las ametralladoras hubieran estado cargadas con engañifas de pirotecnia, porque se escuchaba su anhelante tableteo, y se veían sus escupitajos incandescentes, pero no se percibía la más leve reacción, ni una voz, ni siquiera un suspiro, entre la muchedumbre compacta que parecía petrificada por una invulnerabilidad instantánea. De pronto, a un lado de la estación, un grito de muerte desgarró el encantamiento: «Aaaay, mi madre». Una fuerza sísmica, un aliento volcánico, un rugido de cataclismo estallaron en el centro de la muchedumbre con una descomunal potencia expansiva. José Arcadio Segundo apenas tuvo tiempo de levantar al niño, mientras la madre con el otro era absorbida por la muchedumbre centrifugada por el pánico.

Muchos años después, el niño había de contar todavía, a pesar de que los vecinos seguían creyéndolo un viejo chiflado, que José Arcadio Segundo lo levantó por encima de su cabeza, y se dejó arrastrar, casi en el aire, como flotando en el terror de la muchedumbre, hacia una calle adyacente. La posición privilegiada del niño le permitió ver que en ese momento la masa desbocada empezaba a llegar a la esquina y la fila de ametralladoras abrió fuego. Varias voces gritaron al mismo tiempo:

—¡Tírense al suelo! ¡Tírense al suelo!

Ya los de las primeras líneas lo habían hecho, barridos por las ráfagas de metralla. Los sobrevivientes, en vez de tirarse al suelo, trataron de volver a la plazoleta, y el pánico dio entonces un coletazo de dragón, y los mandó en una oleada compacta contra la otra oleada compacta que se movía en sentido contrario, despedida por el otro coletazo de dragón de la calle opuesta, donde también las ametralladoras disparaban sin tregua. Estaban acorralados, girando en un torbellino gigantesco que poco a poco se reducía a su epicentro porque sus bordes iban siendo sistemáticamente recortados en redondo, como pelando una cebolla, por las tijeras insaciables y metódicas de la metralla. El niño vio una mujer arrodillada, con los brazos en cruz, en un espacio limpio, misteriosamente vedado a la estampida. Allí lo puso José Arcadio Segundo, en el instante de derrumbarse con la cara bañada en sangre, antes de que el tropel colosal arrasara con el espacio vacío, con la mujer arrodillada, con la luz del alto cielo de sequía, y con el puto mundo donde Úrsula Iguarán había vendido tantos animalitos de caramelo.

Cuando José Arcadio Segundo despertó estaba bocarriba en las tinieblas. Se dio cuenta de que iba en un tren interminable y silencioso, y de que tenía el cabello apelmazado por la sangre seca y le dolían todos los huesos. Sintió un sueño insoportable. Dispuesto a dormir muchas horas, a salvo del terror y el horror, se acomodó del lado que menos le dolía, y solo entonces descubrió que estaba acostado sobre los muertos. No había un espacio libre en el vagón, salvo el corredor central. Debían de haber pasado varias horas después de la masacre, porque los cadáveres tenían la misma temperatura del yeso en otoño, y su misma consistencia de espuma petrificada, y quienes los habían puesto en el vagón tuvieron tiempo de arrumarlos en el orden y el sentido en que se transportaban los racimos de banano. Tratando de fugarse de la pesadilla, José Arcadio Segundo se arrastró de un vagón a otro, en la dirección en que avanzaba el tren, y en los relámpagos que estallaban por entre los listones de madera al pasar por los pueblos dormidos veía los muertos hombres, los muertos mujeres, los muertos niños, que iban a ser arrojados al mar como el banano de rechazo. Solamente reconoció a una mujer que vendía refrescos en la plaza y al coronel Gavilán, que todavía llevaba enrollado en la mano el cinturón con la hebilla de plata moreliana con que trató de abrirse camino a través del pánico. Cuando llegó al primer vagón dio un salto en la oscuridad y se quedó tendido en la zanja hasta que el tren acabó de pasar. Era el más largo que había visto nunca, con casi doscientos vagones de carga, y una locomotora en cada extremo y una tercera en el centro. No llevaba ninguna luz, ni siquiera las rojas y verdes lámparas de posición, y se deslizaba a una velocidad nocturna y sigilosa. Encima de los vagones se veían los bultos oscuros de los soldados con las ametralladoras emplazadas.

Después de medianoche se precipitó un aguacero torrencial. José Arcadio Segundo ignoraba dónde había saltado, pero sabía que caminando en sentido contrario al del tren llegaría a Macondo. Al cabo de más de tres horas de marcha, empapado hasta los huesos, con un dolor de cabeza terrible, divisó las primeras casas a la luz del amanecer. Atraído por el olor del café, entró en una cocina donde una mujer con un niño en brazos estaba inclinada sobre el fogón.

—Buenas —dijo exhausto—. Soy José Arcadio Segundo Buendía.

Pronunció el nombre completo, letra por letra, para convencerse de que estaba vivo. Hizo bien, porque la mujer había pensado que era una aparición al ver en la puerta la figura escuálida, sombría, con la cabeza y la ropa sucias de sangre, y tocada por la solemnidad de la muerte. Lo conocía. Llevó una manta para que se arropara mientras se secaba la ropa en el fogón, le calentó agua para que se lavara la herida, que era solo un desgarramiento de la piel, y le dio un pañal limpio para que se vendara la cabeza. Luego le sirvió un pocillo de café, sin azúcar, como le habían dicho que lo tomaban los Buendía, y abrió la ropa cerca del fuego.

José Arcadio Segundo no habló mientras no terminó de tomar el café.

—Debían ser como tres mil —murmuró.

—¿Qué?

—Los muertos —aclaró él—. Debían ser todos los que estaban en la estación.

La mujer lo midió con una mirada de lástima. «Aquí no ha habido muertos», dijo. «Desde los tiempos de tu tío, el coronel, no ha pasado nada en Macondo». En tres cocinas donde se detuvo José Arcadio Segundo antes de llegar a la casa le dijeron lo mismo: «No hubo muertos». Pasó por la plazoleta de la estación, y vio las mesas de fritangas amontonadas una encima de otra, y tampoco allí encontró rastro alguno de la masacre. Las calles estaban desiertas bajo la lluvia tenaz y las casas cerradas, sin vestigios de vida interior. La única noticia humana era el primer toque para misa. Llamó en la puerta de la casa del coronel Gavilán. Una mujer encinta, a quien había visto muchas veces, le cerró la puerta en la cara. «Se fue», dijo asustada. «Volvió a su tierra». La entrada principal del gallinero alambrado estaba custodiada, como siempre, por dos policías locales que parecían de piedra bajo la lluvia, con impermeables y cascos de hule. En su callecita marginal, los negros antillanos cantaban a coro los salmos del sábado. José Arcadio Segundo saltó la cerca del patio y entró en la casa por la cocina. Santa Sofía de la Piedad apenas levantó la voz. «Que no te vea Fernanda», dijo. «Hace un rato se estaba levantando». Como si cumpliera un pacto implícito, llevó al hijo al cuarto de las bacinillas, le arregló el desvencijado catre de Melquíades, y a las dos de la tarde, mientras Fernanda hacía la siesta, le pasó por la ventana un plato de comida.

Aureliano Segundo había dormido en casa porque allí lo sorprendió la lluvia, y a las tres de la tarde todavía seguía esperando que escampara. Informado en secreto por Santa Sofía de la Piedad, a esa hora visitó a su hermano en el cuarto de Melquíades. Tampoco él creyó la versión de la masacre ni la pesadilla del tren cargado de muertos que viajaba hacia el mar. La noche anterior habían leído un bando nacional extraordinario, para informar que los obreros habían obedecido la orden de evacuar la estación, y se dirigían a sus casas en caravanas pacíficas. El bando informaba también que los dirigentes sindicales, con un elevado espíritu patriótico, habían reducido sus peticiones a dos puntos: reforma de los servicios médicos y construcción de letrinas en las viviendas. Se informó más tarde que cuando las autoridades militares obtuvieron el acuerdo de los trabajadores, se apresuraron a comunicárselo al señor Brown, y que este no solo había aceptado las nuevas condiciones, sino que ofreció pagar tres días de jolgorios públicos para celebrar el término del conflicto. Solo que cuando los militares le preguntaron para qué fecha podía anunciarse la firma del acuerdo, él miró a través de la ventana del cielo rayado de relámpagos, e hizo un profundo gesto de incertidumbre.

—Será cuando escampe —dijo—. Mientras dure la lluvia suspendemos toda clase de actividades.

No llovía desde hacía tres meses y era tiempo de sequía. Pero cuando el señor Brown anunció su decisión se precipitó en toda la zona bananera el aguacero torrencial que sorprendió a José Arcadio Segundo en el camino de Macondo. Una semana después seguía lloviendo. La versión oficial, mil veces repetida y machacada en todo el país por cuanto medio de divulgación encontró el gobierno a su alcance, terminó por imponerse: no hubo muertos, los trabajadores satisfechos habían vuelto con sus familias, y la compañía bananera suspendía actividades mientras pasaba la lluvia. La ley marcial continuaba, en previsión de que fuera necesario aplicar medidas de emergencia para la calamidad pública del aguacero interminable, pero la tropa estaba acuartelada. Durante el día los militares andaban por los torrentes de las calles, con los pantalones enrollados a media pierna, jugando a los naufragios con los niños. En la noche, después del toque de queda, derribaban puertas a culatazos, sacaban a los sospechosos de sus camas y se los llevaban a un viaje sin regreso. Era todavía la búsqueda y el exterminio de los malhechores, asesinos, incendiarios y revoltosos del Decreto Número Cuatro, pero los militares lo negaban a los propios parientes de sus víctimas, que desbordaban la oficina de los comandantes en busca de noticias. «Seguro que fue un sueño», insistían los oficiales. «En Macondo no ha pasado nada, ni está pasando ni pasará nunca. Este es un pueblo feliz». Así consumaron el exterminio de los jefes sindicales.

El único sobreviviente fue José Arcadio Segundo. Una noche de febrero se oyeron en la puerta los golpes inconfundibles de las culatas. Aureliano Segundo, que seguía esperando que escampara para salir, les abrió a seis soldados al mando de un oficial. Empapados de lluvia, sin pronunciar una palabra, registraron la casa cuarto por cuarto, armario por armario, desde las salas hasta el granero. Úrsula despertó cuando encendieron la luz del aposento, y no exhaló un suspiro mientras duró la requisa, pero mantuvo los dedos en cruz, moviéndolos hacia donde los soldados se movían. Santa Sofía de la Piedad alcanzó a prevenir a José Arcadio Segundo que dormía en el cuarto de Melquíades, pero él comprendió que era demasiado tarde para intentar la fuga. De modo que Santa Sofía de la Piedad volvió a cerrar la puerta, y él se puso la camisa y los zapatos, y se sentó en el catre a esperar que llegaran. En ese momento estaban requisando el taller de orfebrería. El oficial había hecho abrir el candado, y con una rápida barrida de la linterna había visto el mesón de trabajo y la vidriera con los frascos de ácidos y los instrumentos que seguían en el mismo lugar en que los dejó su dueño, y pareció comprender que en aquel cuarto no vivía nadie. Sin embargo, le preguntó astutamente a Aureliano Segundo si era platero, y él le explicó que aquel había sido el taller del coronel Aureliano Buendía. «Ajá», hizo el oficial, y encendió la luz y ordenó una requisa tan minuciosa, que no se les escaparon los dieciocho pescaditos de oro que se habían quedado sin fundir y que estaban escondidos detrás de los frascos en el tarro de lata. El oficial los examinó uno por uno en el mesón de trabajo y entonces se humanizó por completo. «Quisiera llevarme uno, si usted me lo permite», dijo. «En un tiempo fueron una clave de subversión, pero ahora son una reliquia». Era joven, casi un adolescente, sin ningún signo de timidez, y con una simpatía natural que no se le había notado hasta entonces. Aureliano Segundo le regaló el pescadito. El oficial se lo guardó en el bolsillo de la camisa, con un brillo infantil en los ojos, y echó los otros en el tarro para ponerlos donde estaban.

Capítulo 15 (3) Kapitel 15 (3) Chapter 15 (3) Capítulo 15 (3) Глава 15 (3)

—¡Cabrones! —gritó—. Les regalamos el minuto que falta.

Al final de su grito ocurrió algo que no le produjo espanto, sino una especie de alucinación. El capitán dio la orden de fuego y catorce nidos de ametralladoras le respondieron en el acto. The captain gave the order to fire and fourteen machine gun nests answered him on the spot. Pero todo parecía una farsa. Era como si las ametralladoras hubieran estado cargadas con engañifas de pirotecnia, porque se escuchaba su anhelante tableteo, y se veían sus escupitajos incandescentes, pero no se percibía la más leve reacción, ni una voz, ni siquiera un suspiro, entre la muchedumbre compacta que parecía petrificada por una invulnerabilidad instantánea. It was as if the machine guns had been loaded with pyrotechnic snares, for you could hear their eager clatter, and see their incandescent spit, but there was not the slightest reaction, not a voice, not even a sigh, among the compact crowd around them. she seemed petrified by instant invulnerability. De pronto, a un lado de la estación, un grito de muerte desgarró el encantamiento: «Aaaay, mi madre». Una fuerza sísmica, un aliento volcánico, un rugido de cataclismo estallaron en el centro de la muchedumbre con una descomunal potencia expansiva. José Arcadio Segundo apenas tuvo tiempo de levantar al niño, mientras la madre con el otro era absorbida por la muchedumbre centrifugada por el pánico. José Arcadio Segundo barely had time to pick up the child, while the mother with the other was absorbed by the panicked crowd.

Muchos años después, el niño había de contar todavía, a pesar de que los vecinos seguían creyéndolo un viejo chiflado, que José Arcadio Segundo lo levantó por encima de su cabeza, y se dejó arrastrar, casi en el aire, como flotando en el terror de la muchedumbre, hacia una calle adyacente. Many years later, the boy would still tell, despite the fact that the neighbors still believed him to be a crazy old man, that José Arcadio Segundo lifted him above his head, and allowed himself to be dragged, almost in the air, as if floating in terror. from the crowd, into an adjacent street. La posición privilegiada del niño le permitió ver que en ese momento la masa desbocada empezaba a llegar a la esquina y la fila de ametralladoras abrió fuego. The boy's privileged position allowed him to see that at that moment the rampaging mass began to reach the corner and the line of machine guns opened fire. Varias voces gritaron al mismo tiempo:

—¡Tírense al suelo! "Get down on the ground!" ¡Tírense al suelo!

Ya los de las primeras líneas lo habían hecho, barridos por las ráfagas de metralla. Those in the front lines had already done so, swept away by the bursts of shrapnel. Los sobrevivientes, en vez de tirarse al suelo, trataron de volver a la plazoleta, y el pánico dio entonces un coletazo de dragón, y los mandó en una oleada compacta contra la otra oleada compacta que se movía en sentido contrario, despedida por el otro coletazo de dragón de la calle opuesta, donde también las ametralladoras disparaban sin tregua. The survivors, instead of throwing themselves to the ground, tried to return to the small square, and panic then gave a dragon's tail, and sent them in a compact wave against the other compact wave that moved in the opposite direction, thrown by the other. dragon's tail from the opposite street, where the machine guns were also firing relentlessly. Estaban acorralados, girando en un torbellino gigantesco que poco a poco se reducía a su epicentro porque sus bordes iban siendo sistemáticamente recortados en redondo, como pelando una cebolla, por las tijeras insaciables y metódicas de la metralla. They were cornered, spinning in a gigantic whirlwind that was slowly shrinking to its epicenter because its edges were being systematically trimmed round, like peeling an onion, by the insatiable and methodical shrapnel shears. El niño vio una mujer arrodillada, con los brazos en cruz, en un espacio limpio, misteriosamente vedado a la estampida. The boy saw a woman kneeling, with her arms crossed, in a clean space, mysteriously forbidden to the stampede. Allí lo puso José Arcadio Segundo, en el instante de derrumbarse con la cara bañada en sangre, antes de que el tropel colosal arrasara con el espacio vacío, con la mujer arrodillada, con la luz del alto cielo de sequía, y con el puto mundo donde Úrsula Iguarán había vendido tantos animalitos de caramelo. José Arcadio Segundo put him there, at the moment of collapsing with his face bathed in blood, before the colossal throng devastated the empty space, with the kneeling woman, with the light of the high drought sky, and with the fucking world. where Úrsula Iguarán had sold so many candy animals.

Cuando José Arcadio Segundo despertó estaba bocarriba en las tinieblas. When José Arcadio Segundo woke up he was face up in the dark. Se dio cuenta de que iba en un tren interminable y silencioso, y de que tenía el cabello apelmazado por la sangre seca y le dolían todos los huesos. He realized that he was on an endless, silent train, and that his hair was caked with dried blood and all his bones ached. Sintió un sueño insoportable. He felt an unbearable dream. Dispuesto a dormir muchas horas, a salvo del terror y el horror, se acomodó del lado que menos le dolía, y solo entonces descubrió que estaba acostado sobre los muertos. Willing to sleep for many hours, safe from terror and horror, he settled on the side that hurt the least, and only then discovered that he was lying on the dead. No había un espacio libre en el vagón, salvo el corredor central. Debían de haber pasado varias horas después de la masacre, porque los cadáveres tenían la misma temperatura del yeso en otoño, y su misma consistencia de espuma petrificada, y quienes los habían puesto en el vagón tuvieron tiempo de arrumarlos en el orden y el sentido en que se transportaban los racimos de banano. It must have been several hours after the massacre, because the corpses had the same temperature as plaster in autumn, and the same consistency as petrified foam, and those who had put them in the car had time to pack them in the order and sense in which they were. which the banana bunches were transported. Tratando de fugarse de la pesadilla, José Arcadio Segundo se arrastró de un vagón a otro, en la dirección en que avanzaba el tren, y en los relámpagos que estallaban por entre los listones de madera al pasar por los pueblos dormidos veía los muertos hombres, los muertos mujeres, los muertos niños, que iban a ser arrojados al mar como el banano de rechazo. Solamente reconoció a una mujer que vendía refrescos en la plaza y al coronel Gavilán, que todavía llevaba enrollado en la mano el cinturón con la hebilla de plata moreliana con que trató de abrirse camino a través del pánico. He only recognized a woman who was selling soft drinks in the plaza and Colonel Gavilán, who still had the belt with the Morelian silver buckle with which he had tried to fight his way through the panic coiled up in his hand. Cuando llegó al primer vagón dio un salto en la oscuridad y se quedó tendido en la zanja hasta que el tren acabó de pasar. When he reached the first car he jumped into the darkness and lay in the ditch until the train had passed. Era el más largo que había visto nunca, con casi doscientos vagones de carga, y una locomotora en cada extremo y una tercera en el centro. No llevaba ninguna luz, ni siquiera las rojas y verdes lámparas de posición, y se deslizaba a una velocidad nocturna y sigilosa. It carried no lights, not even the red and green position lamps, and glided at stealthy night speed. Encima de los vagones se veían los bultos oscuros de los soldados con las ametralladoras emplazadas. Above the cars were the dark shapes of soldiers with machine guns emplaced.

Después de medianoche se precipitó un aguacero torrencial. After midnight a torrential downpour fell. José Arcadio Segundo ignoraba dónde había saltado, pero sabía que caminando en sentido contrario al del tren llegaría a Macondo. Al cabo de más de tres horas de marcha, empapado hasta los huesos, con un dolor de cabeza terrible, divisó las primeras casas a la luz del amanecer. Atraído por el olor del café, entró en una cocina donde una mujer con un niño en brazos estaba inclinada sobre el fogón. Attiré par l'odeur du café, il entra dans une cuisine où une femme avec un enfant dans les bras était penchée sur le poêle.

—Buenas —dijo exhausto—. Soy José Arcadio Segundo Buendía.

Pronunció el nombre completo, letra por letra, para convencerse de que estaba vivo. Hizo bien, porque la mujer había pensado que era una aparición al ver en la puerta la figura escuálida, sombría, con la cabeza y la ropa sucias de sangre, y tocada por la solemnidad de la muerte. Lo conocía. Llevó una manta para que se arropara mientras se secaba la ropa en el fogón, le calentó agua para que se lavara la herida, que era solo un desgarramiento de la piel, y le dio un pañal limpio para que se vendara la cabeza. She brought a blanket for her to wrap around while she dried her clothes on the stove, heated water for her to wash the wound, which was just a tear in the skin, and gave her a clean diaper to bandage her head with. Luego le sirvió un pocillo de café, sin azúcar, como le habían dicho que lo tomaban los Buendía, y abrió la ropa cerca del fuego. Then she served him a cup of coffee, without sugar, as they had told her the Buendías drank, and she opened the clothes near the fire.

José Arcadio Segundo no habló mientras no terminó de tomar el café.

—Debían ser como tres mil —murmuró.

—¿Qué?

—Los muertos —aclaró él—. Debían ser todos los que estaban en la estación.

La mujer lo midió con una mirada de lástima. «Aquí no ha habido muertos», dijo. «Desde los tiempos de tu tío, el coronel, no ha pasado nada en Macondo». En tres cocinas donde se detuvo José Arcadio Segundo antes de llegar a la casa le dijeron lo mismo: «No hubo muertos». Pasó por la plazoleta de la estación, y vio las mesas de fritangas amontonadas una encima de otra, y tampoco allí encontró rastro alguno de la masacre. Las calles estaban desiertas bajo la lluvia tenaz y las casas cerradas, sin vestigios de vida interior. La única noticia humana era el primer toque para misa. Llamó en la puerta de la casa del coronel Gavilán. Una mujer encinta, a quien había visto muchas veces, le cerró la puerta en la cara. «Se fue», dijo asustada. «Volvió a su tierra». La entrada principal del gallinero alambrado estaba custodiada, como siempre, por dos policías locales que parecían de piedra bajo la lluvia, con impermeables y cascos de hule. The main entrance to the wired chicken coop was guarded, as always, by two local policemen who looked like stone in the rain, in raincoats and rubber helmets. En su callecita marginal, los negros antillanos cantaban a coro los salmos del sábado. José Arcadio Segundo saltó la cerca del patio y entró en la casa por la cocina. José Arcadio Segundo jumped over the patio fence and entered the house through the kitchen. Santa Sofía de la Piedad apenas levantó la voz. «Que no te vea Fernanda», dijo. «Hace un rato se estaba levantando». Como si cumpliera un pacto implícito, llevó al hijo al cuarto de las bacinillas, le arregló el desvencijado catre de Melquíades, y a las dos de la tarde, mientras Fernanda hacía la siesta, le pasó por la ventana un plato de comida.

Aureliano Segundo había dormido en casa porque allí lo sorprendió la lluvia, y a las tres de la tarde todavía seguía esperando que escampara. Informado en secreto por Santa Sofía de la Piedad, a esa hora visitó a su hermano en el cuarto de Melquíades. Tampoco él creyó la versión de la masacre ni la pesadilla del tren cargado de muertos que viajaba hacia el mar. La noche anterior habían leído un bando nacional extraordinario, para informar que los obreros habían obedecido la orden de evacuar la estación, y se dirigían a sus casas en caravanas pacíficas. El bando informaba también que los dirigentes sindicales, con un elevado espíritu patriótico, habían reducido sus peticiones a dos puntos: reforma de los servicios médicos y construcción de letrinas en las viviendas. Se informó más tarde que cuando las autoridades militares obtuvieron el acuerdo de los trabajadores, se apresuraron a comunicárselo al señor Brown, y que este no solo había aceptado las nuevas condiciones, sino que ofreció pagar tres días de jolgorios públicos para celebrar el término del conflicto. Solo que cuando los militares le preguntaron para qué fecha podía anunciarse la firma del acuerdo, él miró a través de la ventana del cielo rayado de relámpagos, e hizo un profundo gesto de incertidumbre.

—Será cuando escampe —dijo—. Mientras dure la lluvia suspendemos toda clase de actividades.

No llovía desde hacía tres meses y era tiempo de sequía. Pero cuando el señor Brown anunció su decisión se precipitó en toda la zona bananera el aguacero torrencial que sorprendió a José Arcadio Segundo en el camino de Macondo. Una semana después seguía lloviendo. La versión oficial, mil veces repetida y machacada en todo el país por cuanto medio de divulgación encontró el gobierno a su alcance, terminó por imponerse: no hubo muertos, los trabajadores satisfechos habían vuelto con sus familias, y la compañía bananera suspendía actividades mientras pasaba la lluvia. The official version, repeated a thousand times and pounded all over the country by any media the government could find, finally prevailed: there were no deaths, the satisfied workers had returned to their families, and the banana company suspended its activities while the rain passed. La ley marcial continuaba, en previsión de que fuera necesario aplicar medidas de emergencia para la calamidad pública del aguacero interminable, pero la tropa estaba acuartelada. Martial law continued, in anticipation of the need for emergency measures for the public calamity of the endless downpour, but the troops were garrisoned. Durante el día los militares andaban por los torrentes de las calles, con los pantalones enrollados a media pierna, jugando a los naufragios con los niños. During the day the soldiers walked through the torrents in the streets, with their pants rolled up to the middle of their legs, playing shipwrecks with the children. En la noche, después del toque de queda, derribaban puertas a culatazos, sacaban a los sospechosos de sus camas y se los llevaban a un viaje sin regreso. Era todavía la búsqueda y el exterminio de los malhechores, asesinos, incendiarios y revoltosos del Decreto Número Cuatro, pero los militares lo negaban a los propios parientes de sus víctimas, que desbordaban la oficina de los comandantes en busca de noticias. It was still the search for and extermination of the evildoers, murderers, arsonists and rioters of Decree Number Four, but the military denied it to the very relatives of their victims, who overflowed the office of the commanders in search of news. «Seguro que fue un sueño», insistían los oficiales. «En Macondo no ha pasado nada, ni está pasando ni pasará nunca. Este es un pueblo feliz». Así consumaron el exterminio de los jefes sindicales.

El único sobreviviente fue José Arcadio Segundo. Una noche de febrero se oyeron en la puerta los golpes inconfundibles de las culatas. Aureliano Segundo, que seguía esperando que escampara para salir, les abrió a seis soldados al mando de un oficial. Aureliano Segundo, who was still waiting for it to clear up before leaving, opened the door for six soldiers under the command of an officer. Empapados de lluvia, sin pronunciar una palabra, registraron la casa cuarto por cuarto, armario por armario, desde las salas hasta el granero. Úrsula despertó cuando encendieron la luz del aposento, y no exhaló un suspiro mientras duró la requisa, pero mantuvo los dedos en cruz, moviéndolos hacia donde los soldados se movían. Santa Sofía de la Piedad alcanzó a prevenir a José Arcadio Segundo que dormía en el cuarto de Melquíades, pero él comprendió que era demasiado tarde para intentar la fuga. Saint Sophia of Mercy managed to warn José Arcadio Segundo who was sleeping in Melquíades' room, but he understood that it was too late to try to escape. De modo que Santa Sofía de la Piedad volvió a cerrar la puerta, y él se puso la camisa y los zapatos, y se sentó en el catre a esperar que llegaran. So St. Sophia of Mercy closed the door again, and he put on his shirt and shoes, and sat on the cot to wait for them to arrive. En ese momento estaban requisando el taller de orfebrería. At that time they were requisitioning the goldsmith's workshop. El oficial había hecho abrir el candado, y con una rápida barrida de la linterna había visto el mesón de trabajo y la vidriera con los frascos de ácidos y los instrumentos que seguían en el mismo lugar en que los dejó su dueño, y pareció comprender que en aquel cuarto no vivía nadie. Sin embargo, le preguntó astutamente a Aureliano Segundo si era platero, y él le explicó que aquel había sido el taller del coronel Aureliano Buendía. However, he astutely asked Aureliano Segundo if he was a silversmith, and he explained that this had been Colonel Aureliano Buendía's workshop. «Ajá», hizo el oficial, y encendió la luz y ordenó una requisa tan minuciosa, que no se les escaparon los dieciocho pescaditos de oro que se habían quedado sin fundir y que estaban escondidos detrás de los frascos en el tarro de lata. "Aha," said the officer, and he turned on the light and ordered such a thorough search that they did not miss the eighteen little gold fishes that had remained unmelted and that were hidden behind the jars in the tin jar. El oficial los examinó uno por uno en el mesón de trabajo y entonces se humanizó por completo. The officer examined them one by one at the work table and then became completely human. «Quisiera llevarme uno, si usted me lo permite», dijo. «En un tiempo fueron una clave de subversión, pero ahora son una reliquia». "They were once a key to subversion, but now they're a relic." Era joven, casi un adolescente, sin ningún signo de timidez, y con una simpatía natural que no se le había notado hasta entonces. Aureliano Segundo le regaló el pescadito. El oficial se lo guardó en el bolsillo de la camisa, con un brillo infantil en los ojos, y echó los otros en el tarro para ponerlos donde estaban.