9. Una muerte se anuncia (2)
–Os he dado de comer – dijo Jack -, y mis cazadores os protegerán de la fiera. ¿Quién quiere unirse a mi tribu?
–Yo soy el jefe – dijo Ralph – porque me elegisteis a mí. Habíamos quedado en mantener viva una hoguera. Y ahora salís corriendo por un poco de comida… – ¡Igual que tú! – gritó Jack -. ¡Mira ese hueso que tienes en la mano!
Ralph enrojeció.
–Dije que vosotros erais los cazadores. Ese era vuestro trabajo.
Jack le ignoró de nuevo. – ¿Quién quiere unirse a mi tribu y divertirse?
–Yo soy el jefe – dijo Ralph con voz temblorosa -. – ¿Y qué va a pasar con la hoguera? Además, yo tengo la caracola…
–No la has traído aquí – dijo Jack con sorna -. La has olvidado. ¿Te enteras, listo?
Además, en este extremo de la isla la caracola no cuenta…
De repente estalló el trueno. En vez de un estallido amortiguado fue esta vez el ruido de la explosión en el punto de impacto.
–Aquí también cuenta la caracola – dijo Ralph -, y en toda la isla.
–A ver. demuéstramelo.
Ralph observó las filas de muchachos. No halló en ellos ayuda alguna, y miró a otro lado, aturdido y sudando.
–La hoguera…, el rescate – murmuró Piggy. – ¿Quién se une a mi tribu?
–Yo me uno.
–Yo.
–Yo me uno.
–Tocaré la caracola – dijo Ralph, sin aliento – y convocaré una asamblea.
–No le vamos a hacer caso. Piggy tocó a Ralph en la muñeca.
–Vamonos. Va a haber jaleo. Ya nos hemos llenado de carne.
Hubo un chispazo de luz brillante detrás del bosque y volvió a estallar un trueno, asustando a uno de los pequeños, que empezó a lloriquear. Comenzaron a caer gotas de lluvia, cada una con su sonido individual.
–Va a haber tormenta – dijo Ralph -, y vais a tener lluvia otra vez, como cuando caímos aquí. Y ahora, ¿quién es el listo? ¿Dónde están vuestros refugios? ¿Qué es lo que vais a hacer?
Los cazadores contemplaban intranquilos el cielo, retrocediendo ante el golpe de las gotas. Una ola de inquietud sacudió a los muchachos, impulsándoles a correr aturdidos de un lado a otro. Los chispazos de luz se hicieron más brillantes y el estruendo de los truenos era ya casi insoportable. Los pequeños corrían sin dirección y gritaban.
Jack saltó a la arena. – ¡Nuestra danza! ¡Vamos! ¡A bailar!
Corrió como pudo por la espesa arena hasta el espacio pedregoso, detrás de la hoguera. Entre cada dos destellos de los relámpagos el aire se volvía oscuro y terrible; los muchachos, con gran alboroto, siguieron a Jack. Roger hizo de jabalí, gruñendo y embistiendo a Jack, que trataba de esquivarle. Los cazadores cogieron sus lanzas, los cocineros sus asadores de madera y el resto, garrotes de leña. Desplegaron un movimiento circular y entonaron un cántico. Mientras Roger imitaba el terror del jabalí, los pequeños corrían y saltaban en el exterior del círculo. Piggy y Ralph, bajo la amenaza del cielo, sintieron ansias de pertenecer a aquella comunidad desquiciada, pero hasta cierto punto segura. Les agradaba poder tocar las bronceadas espaldas de la fila que cercaba al terror y le domaba. – ¡Mata a la fiera! ¡Córtale el cuello! ¡Derrama su sangre!
El movimiento se hizo rítmico al perder el cántico su superficial animación original y empezar a latir como un pulso firme. Roger abandonó su papel para convertirse en cazador, dejando ocioso el centro del circo. Algunos de los pequeños formaron su propio círculo, y los círculos complementarios giraron una y otra vez, como si aquella repetición trajese la salvación consigo. Era el aliento y el latido de un solo organismo.
El oscuro cielo se vio rasgado por una flecha azul y blanca. Un instante después el estallido caía sobre ellos como el golpe de un látigo gigantesco.
El cántico se elevó en tono de agonía. – ¡Mata a la fiera! ¡Córtale el cuello! ¡Derrama su sangre!
Surgió entonces del terror un nuevo deseo, denso, urgente, ciego. – ¡Mata a la fiera! ¡Córtale el cuello! ¡Derrama su sangre!
De nuevo volvió a rasgar el cielo la mellada flecha azul y blanca, al tiempo que una explosión sulfurosa azotaba la isla. Los pequeños chillaron y se escabulleron por donde pudieron, huyendo del borde del bosque; uno de ellos, en su terror, rompió el círculo de los mayores. – ¡Es ella! ¡Es ella!
El círculo se abrió en herradura. Algo salía a gatas del bosque. Una criatura oscura, incierta. Los chillidos estridentes que se alzaron ante la fiera parecían la expresión de un dolor. La fiera penetró a tropezones en la herradura. – ¡Mata a la fiera! ¡Córtale el cuello! ¡Derrama su sangre!
La flecha azul y blanca se repetía incesantemente; el ruido se hizo insoportable.
Simón gritaba algo acerca de un hombre muerto en una colina. – ¡Mata a la fiera! ¡Córtale el cuello! ¡Derrama su sangre! ¡Acaba con ella!
Cayeron los palos y de la gran boca formada por el nuevo círculo salieron crujidos, y gritó. La fiera estaba de rodillas en el centro, sus brazos doblados sobre la cara. Gritaba, en medio del espantoso ruido, acerca de un cuerpo en la colina. La fiera avanzó con esfuerzo, rompió el círculo y cayó por el empinado borde de la roca a la arena, junto al agua. Inmediatamente, salió el grupo tras ella; los muchachos saltaron la roca, cayeron sobre la fiera, gritaron, golpearon, mordieron, desgarraron. No se oyó palabra alguna y no hubo otro movimiento que el rasgar de dientes y uñas. Se abrieron entonces las nubes y el agua cayó como una cascada. Se precipitó desde la cima de la montaña; destrozó hojas y ramas de los árboles; se vertió como una ducha fría sobre el montón que luchaba en la arena. Al fin, el montón se deshizo y los muchachos se alejaron tambaleándose.
Sólo la fiera yacía inmóvil a unos cuantos metros del mar. A pesar de la lluvia, pudieron ver lo pequeña que era. Su sangre comenzaba ya a manchar la arena.
Un fuerte viento sesgó la lluvia, haciendo que cayera en cascadas el agua de los árboles del bosque. En la cima de la montaña, el paracaídas se infló y agitó; se deslizó la figura; se incorporó; giró; bajó balanceándose por una vasta extensión de aire húmedo y paseó con movimientos desgarbados sobre las copas de los árboles. Bajando poco a poco, siguió en dirección a la playa, y los muchachos huyeron gritando hacia la oscuridad.
El paracaídas impulsó a la figura hacia adelante, surcó con ella la laguna y la arrojó, sobre el arrecife, al mar.
A medianoche dejó de llover y las nubes se alejaron. El cielo se pobló una vez más con los increíbles fanalillos de las estrellas. Después, también la brisa se calmó y no hubo otro ruido que el del agua al gotear y chorrear por las grietas y sobre las hojas hasta entrar en la parda tierra de la isla. El aire era fresco, húmedo y transparente; al poco tiempo cesó incluso el sonido del agua. El monstruo yacía acurrucado sobre la pálida playa; las manchas se iban extendiendo muy lentamente.
El borde de la laguna se convirtió en una veta fosforescente que avanzaba por instantes al elevarse la gran ola de la marea. El agua transparente reflejaba la claridad del cielo y las constelaciones, resplandecientes y angulosas. La línea fosforescente se curvaba sobre los guijarros y los granos de arena; retenía a cada uno en un círculo de tensión, para de improviso acogerlos con un murmullo imperceptible y proseguir su recorrido.
A lo largo de la playa, en las aguas someras, la progresiva claridad se hallaba poblada de extrañas criaturas minúsculas con cuerpos bañados por la luna y ojos chispeantes.
Aquí y allá aparecía algún guijarro de mayor tamaño, aferrado a su propio espacio y cubierto de una capa de perlas. La marea llenaba los hoyos formados en la arena por la lluvia y lo pulía todo con un baño argentado. Rozó la primera mancha de las que fluían del destrozado cuerpo y las extrañas criaturas del mar formaron un reguero móvil de luz al concentrarse en su borde. El agua avanzó aún más y puso brillo en la áspera melena de Simón. La línea de su mejilla se iluminó de plata y la curva del hombro se hizo mármol esculpido. Las extrañas criaturas del cortejo, con sus ojos chispeantes y rastros de vapor, se animaron en torno a la cabeza. El cuerpo se alzó sobre la arena apenas un centímetro y una burbuja de aire escapó de la boca con un chasquido húmedo. Luego giró suavemente en el agua.
En algún lugar, sobre la oscurecida curva del mundo, el sol y la luna tiraban de la membrana de agua del planeta terrestre, levemente hinchada en uno de sus lados, sosteniéndola mientras la sólida bola giraba. Siguió avanzando Ja gran ola de la marea a lo largo de la isla y el agua se elevó. Suavemente, orlado de inquisitivas y brillantes criaturas, convertido en una forma de plata bajo las inmóviles constelaciones, el cuerpo muerto de Simón se alejó mar adentro.