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El Lazarillo de Tormes (Graded Reader), 2. Cuenta cómo empezó Lázaro a trabajar para un clérigo

2. Cuenta cómo empezó Lázaro a trabajar para un clérigo

Al día siguiente me fui a otro pueblo llamado Maqueda, porque no me sentía seguro allí. Por desgracia, conocí a un clérigo mientras pedía limosna. Necesitaba un mozo para ayudarle en la misa y empecé a trabajar para él. Aunque me maltrataba, el ciego me enseñó mil cosas buenas y una era ayudar en la iglesia.

Pasé de un mal amo a otro peor. Comparado con el clérigo, el ciego era la generosidad en persona.

Tenía una vieja arca cerrada con una llave que llevaba siempre colgada. Cuando llegaba el pan de la iglesia, lo metía allí dentro y cerraba otra vez el arca. Y no había nada de comer en toda la casa. Normalmente en todas las casas hay algo de comida: un poco de tocino, algún queso, un trozo de pan viejo. Solamente había unas cebollas en una habitación cerrada con llave en la parte de arriba de la casa. Yo podía comerme una cebolla cada cuatro días. Cuando le pedía la llave para ir a buscarla, si había alguien delante, me decía:

—Tómala y devuélvemela enseguida.

Al oírle se podía pensar que la habitación estaba llena de cosas ricas. Pero, como ya he dicho, no había nada más que cebollas. Y el clérigo las tenía contadas, así que no podía coger más de las que me tocaban. En definitiva, me moría de hambre.

Pero, aunque conmigo no era nada generoso, con él mismo se comportaba mucho mejor. Comía carne para comer y para cenar. Compartía conmigo la sopa, pero la carne, ¡no me daba nada! Sólo un poco de pan. Los sábados comía carnero y me daba los huesos diciendo:

—Toma, come, triunfa, que el mundo es tuyo; ¡vives mejor que el Papa!

Pasé con él tres semanas y me quedé muy delgado. Tenía tanta hambre que me sentía muy débil. Vi claramente que me moriría si Dios y mi inteligencia no ponían remedio. Pero no podía usar mis trucos, porque allí no había nada que robar. Al ciego podía engañarle porque no veía, pero el clérigo sí. Cuando estábamos en misa lo veía todo. Tenía un ojo en la gente de la iglesia y otro en mis manos. Contaba todas las monedas que la gente daba. Nunca le pude robar una moneda durante todo el tiempo que viví con él, mejor dicho, que morí con él. El vino que sobraba de la misa lo metía en su arca y le duraba toda la semana. Así que nunca le llevé vino de la taberna. Para ocultar lo tacaño que era me decía:

—Mira chico, yo no exagero comiendo y bebiendo porque los sacerdotes deben ser muy moderados.

Pero el muy avaro mentía, porque cuando íbamos a rezar a los entierros y nos daban de comer, comía y bebía como un lobo.

Con perdón de Dios, en aquella época yo deseaba la muerte de mucha gente, porque en los entierros yo podía comer. Deseaba y le pedía a Dios la muerte de alguien todos los días para poder comer. Y cuando íbamos a visitar a los enfermos o a dar la Extremaunción, todas las personas que estábamos allí teníamos que rezar por el enfermo. Pero yo nunca le pedía a Dios la curación del enfermo. Estuve allí unos seis meses y murieron veinte personas. Creo que las maté yo, o mejor dicho, las mató Dios porque yo se lo pedí. Pienso que Dios se dio cuenta de que cada muerte me daba vida a mi porque podía comer. Pero los días en que no había muertes, volvía a pasar mucha hambre. A veces deseé morir yo también.

Pensé muchas veces en dejar a aquel amo tan tacaño, pero no lo hice por dos motivos. El primero es que como comía muy poco, estaba muy débil y tenía miedo de no resistir. Y el otro, es que pensaba: «He tenido dos amos: el primero me mataba de hambre. Lo dejé y encontré a éste que me tiene casi en la sepultura. Así que si me voy de aquí y encuentro otro aún peor, ¿me moriré?».

Estaba yo con estas penas cuando llegó a mi puerta un calderero que me pareció un ángel enviado por Dios. Me preguntó si tenía algo que reparar y yo le dije:

—He perdido una llave de este arca, mire si tiene alguna para abrirla.

Empezó a probar todas las llaves que llevaba. Inesperadamente, una de las llaves abrió el arca y allí estaban todos los panes. Entonces le dije:

—Yo no tengo dinero para pagarle, pero puede coger un pan como pago.

Él tomó el pan que más le gustó, me dio mi llave y se fue muy contento. Yo no toqué nada del arca por el momento para no desvelar la falta. Llegó el miserable de mi amo y, por suerte, no se dio cuenta del pan que el calderero se había llevado.

Cuando salió de casa al día siguiente, abrí mi paraíso de panes. Me comí un pan rápidamente y cerré el arca. Entonces comencé a barrer la casa muy alegre: ¡había encontrado una solución a mi triste vida!

Pero no me duró mucho aquella felicidad. A los tres días el clérigo empezó de improviso a mirar dentro del arca y a contar los panes una y otra vez. Al cabo de un rato de contar me dijo:

—Tengo este arca muy controlada, pero me parece que faltan panes. A partir de hoy, para eliminar cualquier sospecha, voy a contarlos bien: quedan nueve y un pedazo.

Sus palabras me atravesaron el corazón. Solo de pensar en volver a pasar hambre, me empezó a doler el estómago.

Salió de casa y yo abrí el arca y conté los panes, por si se había equivocado. Pero su cuenta era correcta.

El hambre crecía y yo abría y cerraba el arca todo el tiempo para mirar los panes. Pero Dios, que ayuda a los pobres, me ayudó a pensar en una solución: «Este arca es vieja y tiene pequeños agujeros. Se puede pensar que entran los ratones y se comen el pan. No conviene sacar un pan entero porque el amo notará la falta».

Y comencé a coger migas de tres o cuatro panes. Después me las comí y me consolé un poco. Cuando él vino a comer, abrió el arca. Vio los panes comidos y pensó que los ratones eran responsables del daño. Miró el arca de arriba abajo, vio unos agujeros y pensó que habían entrado por allí. Me llamó y me dijo:

—¡Lázaro, mira quien ha pasado esta noche por nuestro pan!

Yo me hice el sorprendido y le pregunté qué podía ser eso.

—¿Qué va a ser? —dijo él—. Ratones.

Nos pusimos a comer y tuve suerte. Me dio más pan que de costumbre porque quitó con un cuchillo toda la parte que creyó que habían mordido los ratones.

—Cómete esto, el ratón es un animal muy limpio.

Luego me llevé otro susto, porque cerró todos los agujeros del arca con trozos de madera. Cuando acabó dijo:

—Ahora, ratones traidores, tendréis que cambiar de casa.

Cuando salió de casa fui a ver el arca y comprobé que había tapado todos los agujeros. Abrí con mi llave, vi los dos o tres panes empezados y todavía cogí algunas migas. Yo tenía mucha hambre y pasaba el día buscando una solución a mi problema. Dicen que el hambre ayuda a ser más ingenioso y pienso que en mi caso era cierto. Un día, mientras mi amo dormía, me levanté muy despacio y sin hacer ruido. Con un cuchillo empecé a hacer un agujero en el arca. La madera era muy vieja y estaba blanda y carcomida, así que fue muy fácil. Después abrí muy despacio el arca y comí un poco del pan partido. Cerré de nuevo y volví a mi cama.

Al día siguiente, vio mi amo el daño y se enfadó mucho con los ratones. Buscó otra vez clavos y madera y tapó el agujero. Todos los agujeros que él tapaba durante el día, yo los destapaba por la noche. Así pasamos unos días.

Al final, mi amo vio que el arca no tenía remedio y decidió poner una ratonera dentro. Para atraer a los ratones ponía trozos de queso en la ratonera. Esto fue una gran ayuda para mi, porque seguía comiéndome el pan y también me comía el queso.

Como el ratón no caía, pero alguien se comía el pan y el queso, el clérigo estaba muy enfadado. Preguntó a los vecinos qué podía ser. Un vecino le dijo:

—Debe de ser una culebra, recuerdo que en vuestra casa había una.

Esta explicación puso muy nervioso a mi amo y desde entonces dormía mal. Cualquier ruido que oía pensaba que podía ser la culebra. Se levantaba y daba golpes en el arca con un palo de madera para asustarla. Hacía tanto ruido que despertaba a los vecinos y no me dejaba dormir. Así que la «culebra» no se atrevía a comer de noche y comía de día, mientras el amo estaba en la iglesia.

Yo guardaba la llave del arca debajo de mi cama. Pero tuve miedo de pensar que podía encontrar la llave. Porque mientras buscaba la culebra por las noches, removía todo. Así que cada noche me metía la llave en la boca. Pero una noche tuve mala suerte: estaba durmiendo con la boca abierta y la llave se colocó de una manera extraña. Así que el aire que yo soplaba salía por el agujero de la llave y ésta silbaba. Al oírlo mi amo, creyó que era el silbido de la culebra.

Se levantó con el palo de madera y se acercó a mí muy despacio para no espantar a la culebra. Pensó que la culebra se había metido en mi cama, a mi lado, así que levantó el palo y me dio un golpe tan grande en la cabeza que me dejó inconsciente. Fue a buscar una luz porque sintió que me había dado a mí. Entonces me vio allí, muy herido y con la llave todavía en la boca. Cuando vio que la llave era igual que la suya, la probó y entendió todo. Al cabo de tres días desperté con la cabeza llena de vendas y dije:

—¿Qué es esto? —y me contestó el cruel clérigo—. Ya he cazado a los ratones y a las culebras.

Llegaron a visitarme los vecinos y, al verme mejor, empezaron de nuevo a contar y a reír mis aventuras. A mi no me hacían gracia, me daban mucha pena. Me dieron de comer y, al cabo de quince días, me levanté casi curado. Al día siguiente, mi amo me cogió de la mano, me sacó de casa y me dijo:

—Lázaro, a partir de hoy ya no estás a mi servicio: busca un amo y vete con Dios, yo no quiero conmigo un sirviente tan listo.

Después se metió en su casa y cerró la puerta.


2. Cuenta cómo empezó Lázaro a trabajar para un clérigo 2. Er erzählt, wie Lazarus begann, für einen Geistlichen zu arbeiten. 2. Tells how Lazarus began to work for a clergyman. 2. Lazarus'un bir din adamı için nasıl çalışmaya başladığını anlatır. 2. Тут розповідається про те, як Лазар почав працювати на священнослужителя.

Al día siguiente me fui a otro pueblo llamado Maqueda, porque no me sentía seguro allí. Por desgracia, conocí a un clérigo mientras pedía limosna. Necesitaba un mozo para ayudarle en la misa y empecé a trabajar para él. Aunque me maltrataba, el ciego me enseñó mil cosas buenas y una era ayudar en la iglesia.

Pasé de un mal amo a otro peor. Comparado con el clérigo, el ciego era la generosidad en persona.

Tenía una vieja arca cerrada con una llave que llevaba siempre colgada. Cuando llegaba el pan de la iglesia, lo metía allí dentro y cerraba otra vez el arca. Y no había nada de comer en toda la casa. Normalmente en todas las casas hay algo de comida: un poco de tocino, algún queso, un trozo de pan viejo. Solamente había unas cebollas en una habitación cerrada con llave en la parte de arriba de la casa. Yo podía comerme una cebolla cada cuatro días. Cuando le pedía la llave para ir a buscarla, si había alguien delante, me decía:

—Tómala y devuélvemela enseguida.

Al oírle se podía pensar que la habitación estaba llena de cosas ricas. Pero, como ya he dicho, no había nada más que cebollas. Y el clérigo las tenía contadas, así que no podía coger más de las que me tocaban. En definitiva, me moría de hambre.

Pero, aunque conmigo no era nada generoso, con él mismo se comportaba mucho mejor. Comía carne para comer y para cenar. Compartía conmigo la sopa, pero la carne, ¡no me daba nada! Sólo un poco de pan. Los sábados comía carnero y me daba los huesos diciendo:

—Toma, come, triunfa, que el mundo es tuyo; ¡vives mejor que el Papa!

Pasé con él tres semanas y me quedé muy delgado. Tenía tanta hambre que me sentía muy débil. Vi claramente que me moriría si Dios y mi inteligencia no ponían remedio. Pero no podía usar mis trucos, porque allí no había nada que robar. Al ciego podía engañarle porque no veía, pero el clérigo sí. Cuando estábamos en misa lo veía todo. Tenía un ojo en la gente de la iglesia y otro en mis manos. Contaba todas las monedas que la gente daba. Nunca le pude robar una moneda durante todo el tiempo que viví con él, mejor dicho, que morí con él. El vino que sobraba de la misa lo metía en su arca y le duraba toda la semana. Así que nunca le llevé vino de la taberna. Para ocultar lo tacaño que era me decía:

—Mira chico, yo no exagero comiendo y bebiendo porque los sacerdotes deben ser muy moderados.

Pero el muy avaro mentía, porque cuando íbamos a rezar a los entierros y nos daban de comer, comía y bebía como un lobo.

Con perdón de Dios, en aquella época yo deseaba la muerte de mucha gente, porque en los entierros yo podía comer. Deseaba y le pedía a Dios la muerte de alguien todos los días para poder comer. Y cuando íbamos a visitar a los enfermos o a dar la Extremaunción, todas las personas que estábamos allí teníamos que rezar por el enfermo. Pero yo nunca le pedía a Dios la curación del enfermo. Estuve allí unos seis meses y murieron veinte personas. Creo que las maté yo, o mejor dicho, las mató Dios porque yo se lo pedí. Pienso que Dios se dio cuenta de que cada muerte me daba vida a mi porque podía comer. Pero los días en que no había muertes, volvía a pasar mucha hambre. A veces deseé morir yo también.

Pensé muchas veces en dejar a aquel amo tan tacaño, pero no lo hice por dos motivos. El primero es que como comía muy poco, estaba muy débil y tenía miedo de no resistir. Y el otro, es que pensaba: «He tenido dos amos: el primero me mataba de hambre. Lo dejé y encontré a éste que me tiene casi en la sepultura. Así que si me voy de aquí y encuentro otro aún peor, ¿me moriré?».

Estaba yo con estas penas cuando llegó a mi puerta un calderero que me pareció un ángel enviado por Dios. Me preguntó si tenía algo que reparar y yo le dije:

—He perdido una llave de este arca, mire si tiene alguna para abrirla.

Empezó a probar todas las llaves que llevaba. Inesperadamente, una de las llaves abrió el arca y allí estaban todos los panes. Entonces le dije:

—Yo no tengo dinero para pagarle, pero puede coger un pan como pago.

Él tomó el pan que más le gustó, me dio mi llave y se fue muy contento. Yo no toqué nada del arca por el momento para no desvelar la falta. Llegó el miserable de mi amo y, por suerte, no se dio cuenta del pan que el calderero se había llevado.

Cuando salió de casa al día siguiente, abrí mi paraíso de panes. Me comí un pan rápidamente y cerré el arca. Entonces comencé a barrer la casa muy alegre: ¡había encontrado una solución a mi triste vida!

Pero no me duró mucho aquella felicidad. A los tres días el clérigo empezó de improviso a mirar dentro del arca y a contar los panes una y otra vez. Al cabo de un rato de contar me dijo:

—Tengo este arca muy controlada, pero me parece que faltan panes. A partir de hoy, para eliminar cualquier sospecha, voy a contarlos bien: quedan nueve y un pedazo.

Sus palabras me atravesaron el corazón. Solo de pensar en volver a pasar hambre, me empezó a doler el estómago.

Salió de casa y yo abrí el arca y conté los panes, por si se había equivocado. Pero su cuenta era correcta.

El hambre crecía y yo abría y cerraba el arca todo el tiempo para mirar los panes. Pero Dios, que ayuda a los pobres, me ayudó a pensar en una solución: «Este arca es vieja y tiene pequeños agujeros. Se puede pensar que entran los ratones y se comen el pan. No conviene sacar un pan entero porque el amo notará la falta».

Y comencé a coger migas de tres o cuatro panes. Después me las comí y me consolé un poco. Cuando él vino a comer, abrió el arca. Vio los panes comidos y pensó que los ratones eran responsables del daño. Miró el arca de arriba abajo, vio unos agujeros y pensó que habían entrado por allí. Me llamó y me dijo:

—¡Lázaro, mira quien ha pasado esta noche por nuestro pan!

Yo me hice el sorprendido y le pregunté qué podía ser eso.

—¿Qué va a ser? —dijo él—. Ratones.

Nos pusimos a comer y tuve suerte. Me dio más pan que de costumbre porque quitó con un cuchillo toda la parte que creyó que habían mordido los ratones.

—Cómete esto, el ratón es un animal muy limpio.

Luego me llevé otro susto, porque cerró todos los agujeros del arca con trozos de madera. Cuando acabó dijo:

—Ahora, ratones traidores, tendréis que cambiar de casa.

Cuando salió de casa fui a ver el arca y comprobé que había tapado todos los agujeros. Abrí con mi llave, vi los dos o tres panes empezados y todavía cogí algunas migas. Yo tenía mucha hambre y pasaba el día buscando una solución a mi problema. Dicen que el hambre ayuda a ser más ingenioso y pienso que en mi caso era cierto. Un día, mientras mi amo dormía, me levanté muy despacio y sin hacer ruido. Con un cuchillo empecé a hacer un agujero en el arca. La madera era muy vieja y estaba blanda y carcomida, así que fue muy fácil. Después abrí muy despacio el arca y comí un poco del pan partido. Cerré de nuevo y volví a mi cama.

Al día siguiente, vio mi amo el daño y se enfadó mucho con los ratones. Buscó otra vez clavos y madera y tapó el agujero. Todos los agujeros que él tapaba durante el día, yo los destapaba por la noche. Así pasamos unos días.

Al final, mi amo vio que el arca no tenía remedio y decidió poner una ratonera dentro. Para atraer a los ratones ponía trozos de queso en la ratonera. Esto fue una gran ayuda para mi, porque seguía comiéndome el pan y también me comía el queso.

Como el ratón no caía, pero alguien se comía el pan y el queso, el clérigo estaba muy enfadado. Preguntó a los vecinos qué podía ser. Un vecino le dijo:

—Debe de ser una culebra, recuerdo que en vuestra casa había una.

Esta explicación puso muy nervioso a mi amo y desde entonces dormía mal. Cualquier ruido que oía pensaba que podía ser la culebra. Se levantaba y daba golpes en el arca con un palo de madera para asustarla. Hacía tanto ruido que despertaba a los vecinos y no me dejaba dormir. Así que la «culebra» no se atrevía a comer de noche y comía de día, mientras el amo estaba en la iglesia.

Yo guardaba la llave del arca debajo de mi cama. Pero tuve miedo de pensar que podía encontrar la llave. Porque mientras buscaba la culebra por las noches, removía todo. Así que cada noche me metía la llave en la boca. Pero una noche tuve mala suerte: estaba durmiendo con la boca abierta y la llave se colocó de una manera extraña. Así que el aire que yo soplaba salía por el agujero de la llave y ésta silbaba. Al oírlo mi amo, creyó que era el silbido de la culebra.

Se levantó con el palo de madera y se acercó a mí muy despacio para no espantar a la culebra. Pensó que la culebra se había metido en mi cama, a mi lado, así que levantó el palo y me dio un golpe tan grande en la cabeza que me dejó inconsciente. Fue a buscar una luz porque sintió que me había dado a mí. Entonces me vio allí, muy herido y con la llave todavía en la boca. Cuando vio que la llave era igual que la suya, la probó y entendió todo. Al cabo de tres días desperté con la cabeza llena de vendas y dije:

—¿Qué es esto? —y me contestó el cruel clérigo—. Ya he cazado a los ratones y a las culebras.

Llegaron a visitarme los vecinos y, al verme mejor, empezaron de nuevo a contar y a reír mis aventuras. A mi no me hacían gracia, me daban mucha pena. Me dieron de comer y, al cabo de quince días, me levanté casi curado. Al día siguiente, mi amo me cogió de la mano, me sacó de casa y me dijo:

—Lázaro, a partir de hoy ya no estás a mi servicio: busca un amo y vete con Dios, yo no quiero conmigo un sirviente tan listo.

Después se metió en su casa y cerró la puerta.