11. El Peñón del castillo (5)
Alguien reía excitado y una voz gritó: – ¡Humo!
Ralph se abrió paso por el matorral hacia el bosque, manteniéndose fuera del alcance del humo. No tardó en llegar a un claro bordeado por las hojas verdes del matorral. Entre él y el bosque se interponía un pequeño salvaje, un salvaje de rayas rojas y blancas, con una lanza en la mano. Tosía y se embadurnaba de pintura alrededor de los ojos, con una mano, mientras intentaba ver a través del humo, cada vez más espeso. Ralph se tiró a él como un felino, lanzó un gruñido, clavó su lanza y el salvaje se retorció de dolor. Ralph oyó un grito al otro lado de la maleza y salió corriendo bajo ella, impelido por el miedo.
Llegó a una trocha de cerdos, por la cual avanzó unos cien metros, hasta que decidió cambiar de rumbo. Detrás de él el cántico de la tribu volvía de nuevo a recorrer toda la isla, acompañado ahora por el triple grito de uno de ellos. Supuso que se trataba de la señal para el avance y salió corriendo una vez más hasta que sintió arder su pecho. Se escondió bajo un arbusto y aguardó hasta recobrar el aliento. Se pasó la lengua por dientes y labios y oyó a lo lejos el cántico de sus perseguidores.
Tenía varias soluciones ante él. Podía subirse a un árbol, pero eso era arriesgarse demasiado. Si le veían, no tenían más que esperar tranquilamente. ¡Si tuviese un poco de tiempo para pensar!
Un nuevo grito, repetido y a la misma distancia, le reveló el plan de los salvajes. Aquel de ellos que se encontrase atrapado en el bosque lanzaría doble grito y detendría la línea hasta encontrarse libre de nuevo. De ese modo podrían mantener unida la línea desde un costado de la isla hasta el otro. Ralph pensó en el jabalí que había roto la línea de muchachos con tanta facilidad. Si fuese necesario, cuando los cazadores se aproximasen demasiado, podría lanzarse contra ella, romperla y volver corriendo. Pero ¿volver corriendo a dónde? La línea volvería a formarse y a rodearle de nuevo. Tarde o temprano tendría que dormir o comer… y despertaría para sentir unas manos que le arañaban y la caza se convertiría en una carnicería. ¿Qué debía hacer, entonces? ¿Subirse a un árbol? ¿Romper la línea como el jabalí?
De cualquier forma, la elección era terrible.
Un grito aceleró su corazón, y poniéndose en pie de un salto, corrió hacia el lado del océano y la espesura de la jungla hasta encontrarse rodeado de trepadoras. Allí permaneció unos instantes, temblándole las piernas. ¡Si pudiese estar tranquilo, tomarse un buen descanso, tener tiempo para pensar!
Y de nuevo, penetrantes y fatales, surgían aquellos gritos que barrían toda la isla. Al oírlos, Ralph se acobardó como un potrillo y echó a correr una vez más hasta casi desfallecer. Por fin, se tumbó sobre unos helechos. ¿Qué escogería, el árbol o la embestida? Logró recobrar el aliento, se pasó una mano por la boca y se aconsejó a sí mismo tener calma. En alguna parte de aquella línea se encontraban Samyeric, detestando su tarea. O quizás no. Y además, ¿qué ocurriría si en vez de encontrarse con ellos se veía cara a cara con el Jefe o con Roger, que llevaban la muerte en sus manos?
Ralph se echó hacia arras la melena y se limpió el sudor de su mejilla sana. En voz alta, se dijo:
–Piensa. ¿Qué sería lo más sensato?
Ya no estaba Piggy para aconsejarle. Ya no había asambleas solemnes donde entablar debates, ni contaba con la dignidad de la caracola.
–Piensa.
Lo que ahora más temía era aquella cortinilla que le cerraba la mente y le hacía perder el sentido del peligro hasta convertirle en un bobo.
Una tercera solución podría ser esconderse tan bien que la línea le pasara sin descubrirle.
Alzó bruscamente la cabeza y escuchó. Había que prestar atención ahora a un nuevo ruido: un ruido profundo y amenazador, como si el bosque mismo se hubiera irritado con él, un ruido sombrío, junto al cual el ulular de antes se veía sofocado por su intensidad.
Sabía que no era la primera vez que lo oía, pero no tenía tiempo para recordar.
Romper la línea.
Un árbol.
Esconderse y dejarles pasar.
Un grito más cercano le hizo ponerse en pie y echar de nuevo a correr con todas sus fuerzas entre espinos y zarzas. Se halló de improviso en el claro, de nuevo en el espacio abierto, y allí estaba la insondable sonrisa de la calavera, que ahora no dirigía su sarcástica mueca hacia un trozo de cielo, profundamente azul, sino hacia una nube de humo. Al instante Ralph corrió entre los árboles, comprendiendo al fin el tronar del bosque. Usaban el humo para hacerle salir, prendiendo fuego a la isla.
Era mejor esconderse que subirse a un árbol, porque así tenía la posibilidad de romper la línea y escapar si le descubrían.
Así, pues, a esconderse.
Se preguntó si un jabalí estaría de acuerdo con su estrategia, y gesticuló sin objeto.
Buscaría el matorral más espeso, el agujero más oscuro de la isla y allí se metería. Ahora, al correr, miraba en torno suyo. Los rayos de sol caían sobre él como charcos de luz y el sudor formó surcos en la suciedad de su cuerpo. Los gritos llegaban ahora desde lejos, más tenues.
Encontró por fin un lugar que le pareció adecuado, aunque era una solución desesperada. Allí, los matorrales y las trepadoras, profundamente enlazadas, formaban una estera que impedía por completo el paso de la luz del sol. Bajo ella quedaba un espacio de quizá treinta centímetros de alto, aunque atravesado todo él por tallos verticales. Si se arrastraba hasta el centro de aquello estaría a unos cuatro metros del borde y oculto, a no ser que al salvaje se le ocurriese tirarse al suelo allí para buscarle; pero, aun así, estaría protegido por la oscuridad, y, si sucedía lo peor y era descubierto, podría arrojarse contra el otro, desbaratar la línea y regresar corriendo.
Con cuidado y arrastrando la lanza, Ralph penetró a gatas entre los tallos erguidos.
Cuando alcanzó el centro de la estera se echó a tierra y escuchó.
El fuego se propagaba y el rugido que le había parecido tan lejano se acercaba ahora. ¿No era verdad que el fuego corre más que un caballo a galope? Podía ver el suelo, salpicado de manchas de sol, hasta una distancia de quizá cuarenta metros, y mientras lo contemplaba, las manchas luminosas le pestañeaban de una manera tan parecida al aleteo de la cortinilla en su mente que por un momento pensó que el movimiento era imaginación suya. Pero las manchas vibraron con mayor rapidez, perdieron fuerza y se desvanecieron hasta permitirle ver la gran masa de humo que se interponía entre la isla y el sol.
Quizás fuesen Samyeric quienes mirasen bajo los matorrales y lograsen ver un cuerpo humano. Seguramente fingirían no haber visto nada y no le delatarían. Pegó la mejilla contra la tierra de color chocolate, se pasó la lengua por los labios secos y cerró los ojos.
Bajo los arbustos, la tierra temblaba muy ligeramente, o quizás fuese un nuevo sonido demasiado tenue para hacerse sentir junto al tronar del fuego y los chillidos ululantes Alguien lanzó un grito. Ralph alzó la mejilla del suelo rápidamente y miró en la débil luz.
Deben estar cerca ahora, pensó mientras el corazón le empezaba a latir con fuerza.
Esconderse, romper la línea, subirse a un árbol; ¿cuál era la solución mejor? Lo malo era que sólo podría elegir una de las tres.
El fuego se aproximaba; aquellas descargas procedían de grandes ramas, incluso de troncos, que estallaban. ¡Esos estúpidos! ¡Esos estúpidos! El fuego debía estar ya cerca de los frutales. ¿Qué comerían mañana?
Ralph se revolvió en su angosto lecho. ¡Si no arriesgaba nada! ¿Qué podrían hacerle? ¿Golpearle? ¿Y qué? ¿Matarle? Un palo afilado por ambas puntas.
Los gritos, tan cerca de pronto, le hicieron levantarse. Pudo ver a un salvaje pintado que se libraba rápidamente de una maraña verde y se aproximaba hacia la estera. Era un salvaje con una lanza. Ralph hundió los dedos en la tierra. Tenía que prepararse, por si acaso.
Ralph tomó la lanza, cuidó de dirigir la punta afilada hacia el frente, y notó por primera vez que estaba afilada por ambos extremos.
El salvaje se detuvo a unos doce metros de él y lanzó su grito.
Quizás pueda oír los latidos de mi pecho, pensó. No grites. Prepárate.
El salvaje avanzó de modo que sólo se le veía de la cintura para abajo. Aquello era la punta de la lanza. Ahora sólo le podía ver desde las rodillas. No grites.
Una manada de cerdos salió gruñendo de los matorrales por detrás del salvaje, y penetraron velozmente en el bosque. Los pájaros y los ratones chillaban, y un pequeño animalillo entró a saltos bajo la estera y se escondió atemorizado.
El salvaje se detuvo a cuatro metros, junto a los arbustos, y lanzó un grito. Ralph se sentó agazapado, dispuesto. Tenía la lanza en sus manos, aquel palo afilado por ambos extremos, que vibraba furioso, se alargaba, se achicaba, se hacía ligero, pesado, ligero…
Los alaridos abarcaban de orilla a orilla. El salvaje se arrodilló junto al borde de los arbustos y tras él, en el bosque, se veía el brillo de unas luces. Se podía ver una rodilla rozar en la turba. Luego la otra. Sus dos manos. Una lanza.
Una cara.
El salvaje escudriñó la oscuridad bajo los arbustos. Evidentemente, había visto luz a un lado y otro, pero no en el medio. Allí, en el centro, había una mancha de oscuridad, y el salvaje contraía el rostro e intentaba adivinar lo que la oscuridad ocultaba.
Los segundos se alargaron. Ralph miraba directamente a los ojos del salvaje.
No grites.
Te salvarás.
Ahora te ha visto. Se está cerciorando. Tiene un palo afilado.
Ralph lanzó un grito, un grito de terror, ira y desesperación. Se irguió y sus gritos se hicieron insistentes y rabiosos. Se abalanzó, quebrantándolo todo, hasta encontrarse en el espacio abierto, gritando, furioso y ensangrentado. Giró el palo y el salvaje cayó al suelo; pero otros venían hacia él, también gritando. Con un giro de costado esquivó una lanza que voló a él; en silencio, echó a correr. De pronto, todas las lucecillas que habían brillado ante él se fundieron, el rugido del bosque se elevó en un trueno y un arbusto, frente a él, reventó en un abanico de llamas. Giró hacia la derecha, corrió con desesperada velocidad, mientras el calor le abofeteaba el costado izquierdo y el fuego avanzaba como la marea. Oyó el ulular a sus espaldas, que fue quebrándose en una serie de gritos breves y agudos: la señal de que le habían visto. Una figura oscura apareció a su derecha y luego quedó atrás. Todos corrían, todos gritaban como locos. Les oía aplastar la maleza y sentía a su izquierda el ardiente y luminoso tronar del fuego. Olvidó sus heridas, el hambre y la sed y todo ello se convirtió en terror, un terror desesperado que volaba con pies alados a través del bosque y hacia la playa abierta. Manchas de luz bailaban frente a sus ojos y se transformaban en círculos rojos que crecían rápidamente hasta desaparecer de su vista. Sus piernas, que le llevaban como autómatas, empezaban a flaquear y el insistente ulular avanzaba como ola amenazadora, y ya casi se encontraba sobre él.
Tropezó en una raíz y el grito que le perseguía se alzó aún más. Vio uno de los refugios saltar en llamas; el fuego aleteaba junto a su hombro, pero frente a él brillaba el agua. Segundos después rodó sobre la arena cálida; se arrodilló en ella con un brazo alzado; en un esfuerzo por alejar el peligro, intentó llorar pidiendo clemencia.
Con esfuerzo se puso en pie, preparado para recibir nuevos terrores, y alzó la vista hacia una gorra enorme con visera. Era una gorra blanca, que llevaba sobre la verde visera una corona, un ancla y follaje de oro. Vio tela blanca, charreteras, un revólver, una hilera de botones dorados que recorrían el frente del uniforme.