11. El Peñón del castillo (1)
En el breve frescor del alba, los cuatro muchachos se agruparon en torno al negro tizón que señalaba el lugar de la hoguera, mientras Ralph se arrodillaba y soplaba. Cenizas grises y ligeras como plumas saltaban de un lado a otro impelidas por su aliento, pero no brilló entre ellas ninguna chispa. Los mellizos miraban con ansiedad y Piggy se había sentado, sin expresión alguna, detrás del muro luminoso de su miopía. Ralph siguió soplando hasta que los oídos le zumbaron por el esfuerzo, pero entonces la primera brisa de la madrugada vino a relevarle y le cegó con cenizas. Retrocedió, lanzó una palabrota y se frotó los ojos húmedos.
–Es inútil.
Eric le observó a través de una máscara de sangre seca. Piggy fijó su mirada hacia el lugar donde adivinaba la figura de Ralph.
–Pues claro que es inútil, Ralph. Ahora ya no tenemos ninguna hoguera. Ralph acercó su cara a poco más de medio metro de la de Piggy. – ¿Puedes verme?
–Un poco.
Ralph dejó que la hinchazón de su mejilla volviera a cubrir el ojo.
–Se han llevado nuestro fuego. La ira elevó su voz en un grito: – ¡Nos lo han robado!
–Así son ellos – dijo Piggy -. Me han dejado ciego, ¿te das cuenta? Así es Jack Merridew. Convoca una asamblea, Ralph, tenemos que decidir lo que vamos a hacer. – ¿Una asamblea con los pocos que somos?
–Es lo único que nos queda. Sam… deja que me apoye en ti.
Se dirigieron a la plataforma.
–Suena la caracola – dijo Piggy -. Sóplala con todas tus fuerzas.
Resonó el bosque entero; los pájaros se elevaron y las copas de los árboles se llenaron de sus chirridos, como en aquella primera mañana que parecía ya siglos atrás. La playa estaba desierta a ambos lados, pero de los refugios salieron unos cuantos peques. Ralph se sentó en el pulido tronco y los otros tres se quedaron en pie, frente a él. Hizo una señal con la cabeza y Samyeric se sentaron a su derecha. Ralph pasó a Piggy la caracola. Con gran cuidado sostuvo el brillante objeto y guiñó los párpados en dirección a Ralph.
–Bueno, empieza.
–He cogido la caracola para deciros esto: no puedo ver nada y esos me tienen que devolver mis gafas. Se han hecho cosas horribles en esta isla. Yo te voté a ti para jefe. Es el único que sabía lo que hacía. Así que habla tú ahora, Ralph, y dinos lo que tenemos que hacer… O si no…
Los sollozos obligaron a Piggy a callar. Ralph tomó de sus manos la caracola al tiempo que se sentaba.
–Encender una hoguera común y corriente. No parece una cosa muy difícil, ¿verdad?
Sólo una señal de humo para que nos rescaten. ¿Es que somos salvajes o qué? Ahora ya no tenemos ninguna señal. Y a lo mejor ahora mismo, está pasando algún barco cerca. ¿Os acordáis cuando salimos a cazar y la hoguera se apagó y pasó un barco? Y todos piensan que él sería el mejor jefe. Y luego lo de, lo de… eso también fue culpa suya. Si no es por él nunca hubiese pasado. Y ahora Piggy no puede ver. Vinieron a escondidas – Ralph elevó la voz -, de noche, en la oscuridad, y nos robaron el fuego. Lo robaron. Les habríamos dado un poco de fuego si nos lo piden. Pero tuvieron que robarlo y ya no tenemos ninguna señal y no nos van a rescatar jamás. ¿Os dais cuenta de lo que digo?
Nosotros les hubiésemos dado para que también tuviesen fuego, pero tenían que robarlo.
Yo…
La cortinilla volvió a desplegarse en su mente y se detuvo, aturdido.
Piggy tendió la mano hacia la caracola. – ¿Qué piensas hacer, Ralph? Estamos venga a hablar sin decidir nada. Quiero mis gafas.
–Estoy tratando de pensar. Supón que fuésemos con nuestro aspecto de antes: limpios y peinados… Después de todo, la verdad es que no somos salvajes y lo del rescate no es ningún juego…
Entreabrió el ojo oculto por la inflamada mejilla y miró a los mellizos.
–Podíamos adecentarnos un poco y luego ir…
–Debíamos llevar las lanzas – dijo Sam -, y Piggy también. -… porque podemos necesitarlas. – ¡Tú no tienes la caracola! Piggy mostró en alto la caracola.
–Podéis llevar las lanzas si queréis, pero yo no pienso hacerlo. ¿Para qué me sirve?
De todas formas me vais a tener que llevar como a un perro. Eso es, reíros. Venga. Hay gente en esta isla que se parte de risa por todo. ¿Y qué es lo que ha pasado? ¿Qué van a pensar los mayores? Han asesinado a Simón. Y ese otro crío, el de la cara marcada. ¿Quién le ha visto desde que llegamos aquí? – ¡Piggy! ¡Calla un momento!
–Tengo la caracola. Voy a buscar a ese Jack Merridew y decirle un par de cosas, eso es lo que voy a hacer.
–Te van a hacer daño.
–Ya me han hecho todo lo que podían hacerme. Le voy a decir un par de cosas. Deja que yo lleve la caracola, Ralph. Le voy a enseñar la única cosa que no ha cogido.
Piggy se calló por un momento y miró a las difusas figuras en torno suyo. La sombra de las antiguas asambleas, pisoteada sobre la hierba, le escuchaba.
–Voy a ir con esta caracola en las manos y voy a hacer que la vean todos. Oye, le voy a decir, eres más fuerte que yo y no tienes asma. Puedes ver, le voy a decir, y con los dos ojos. Pero no te voy a pedir que me devuelvas mis gafas, no te lo voy a pedir como un favor. No te estoy pidiendo que te portes como un hombre, le diré, no porque seas más fuerte que yo, sino porque lo que es justo es justo. Dame mis gafas, le voy a decir… ¡tienes que dármelas!
Terminó, acalorado y tembloroso. Puso la caracola rápidamente en manos de Ralph como si tuviese prisa por deshacerse de ella y se secó las lágrimas. La verde luz que les rodeaba era muy suave y la caracola reposaba a los pies de Ralph frágil y blanca. Una gota escapada de los dedos de Piggy brillaba ahora como una estrella sobre la delicada curva.
Ralph se irguió por fin en su asiento y se echó el pelo hacia atrás.
–Está bien. Quiero decir que…, que lo intentes si quieres. Iremos todos contigo.
–Estará pintarrajeado – dijo Sam tímidamente -, ya sabéis cómo va a estar… -… no nos va a hacer ni pizca de caso… -… y si se enfada, estamos listos… Ralph miró enfadado a Sam. Recordó vagamente algo que Simón le había dicho una vez junto a las rocas.
–No seas idiota – dijo, y luego añadió de prisa -: Vamos.
Tendió la caracola a Piggy, cuyo rostro se encendió, pero aquella vez de orgullo.
–Tienes que ser tú quien la lleve.
–La llevaré cuando estemos listos…
Piggy buscó en su cabeza palabras que expresasen a los demás su deseo apasionado de llevar la caracola frente a cualquier riesgo. -… no me importa. Lo haré encantado, Ralph, pero me tendréis que llevar de la mano.
Ralph puso la caracola sobre el brillante tronco.
–Será mejor que comamos algo y nos preparemos.
Se abrieron camino hasta los arrasados frutales. Ayudaron a Piggy a alcanzar fruta y él mismo pudo recoger alguna al tacto. Mientras comían, Ralph pensó en aquella tarde.
–Volveremos a ser como antes. Nos lavaremos… Sam tragó lo que tenía en la boca y protestó: – ¡Pero si nos bañamos todos los días! Ralph contempló las andrajosas figuras que tenía delante y suspiró.
–Nos debíamos peinar, pero tenemos el pelo demasiado largo.
–Yo tengo mis dos calcetines guardados en el refugio – dijo Eric -. Nos los podíamos poner en la cabeza como si fuesen gorras o algo así.
–Podíamos buscar algo – dijo Piggy – para que os atéis el pelo por detrás. – ¡Como si fuésemos chicas!
–No. Tienes razón.
–Entonces vamos a tener que ir tal como estamos – dijo Ralph -; pero ellos no van tener mejor pinta que nosotros.
Eric hizo un gesto que les obligó a recapacitar. – ¡Pero estarán todos pintados! Ya sabes lo que eso te hace…
Los otros asintieron. Sabían demasiado bien que la pintura encubridora daba rienda suelta a los actos más salvajes.
–Pues nosotros no nos vamos a pintar – dijo Ralph -, porque no somos salvajes.
Samyeric se miraron uno al otro.
–De todos modos… Ralph gritó: – ¡Nada de pintarse!
Hizo un esfuerzo por recordar.
–El humo – dijo -, el humo es lo que nos interesa. Se volvió enérgicamente hacia los mellizos. – ¡He dicho humo! Necesitamos humo.
Hubo un silencio casi total, sólo quebrado por el bordoneo gregario de las abejas. Por último, habló Piggy, afablemente:
–Pues claro. Lo necesitamos porque es una señal y sin humo no nos van a rescatar. – ¡Eso ya lo sabía yo! – gritó Ralph apartando su brazo de Piggy – ¿O es que intentas decir que…?
–Sólo repetía lo que tú nos dices siempre – se apresuró a decir Piggy -. Pensé que por un momento..
–Pues te equivocas – dijo Ralph elevando la voz -. Lo sabía muy bien. No lo había olvidado. Piggy asintió con ánimo de aplacarle.
–Tú eres el jefe, Ralph. Tú siempre te acuerdas de todo.
–No lo había olvidado.
–Pues claro que no.
Los mellizos observaban a Ralph con interés, como si le viesen entonces por vez primera.
Emprendieron la marcha por la playa. Ralph abría la formación, cojeando un poco, con la lanza al hombro. Veía las cosas medio cubiertas por el temblor de la bruma, creada por el calor de la arena centelleante, y por su melena y las heridas. Los mellizos caminaban tras él, con cierta preocupación en aquellos momentos, pero rebosantes de inagotable vitalidad; hablaban poco y llevaban a rastras las lanzas, porque Piggy se había dado cuenta de que podía verlas moverse sobre la arena si miraba hacia abajo y protegía del sol sus ojos cansados. Marchaba, pues, entre los dos palos, con la caracola cuidadosamente protegida con ambas manos. Avanzaban por la playa en grupo compacto, acompañados de cuatro sombras como láminas que bailaban y se entremezclaban bajo ellos. No quedaba señal alguna de la tormenta y la playa relucía como la hoja de una navaja recién afilada. El cielo y la montaña se encontraban a enorme distancia, vibrando en medio del calor; por espejismo, el arrecife flotaba en el aire, en una especie de laguna plateada, a media distancia del cielo.
Atravesaron el lugar donde la tribu había celebrado su danza. Los palos carbonizados seguían sobre las rocas, allí donde la lluvia los había apagado, pero al borde del agua la arena había recobrado su uniforme superficie. Pasaron aquel lugar en silencio. No dudaban que encontrarían a la tribu en el Peñón del Castillo, y cuando este apareció ante ellos se detuvieron todos a la vez. A su izquierda se encontraba la espesura más densa de toda la isla, una masa de tallos entrelazados, negra, verde, impenetrable; y frente a ellos se mecía la alta hierba de una pradera. Ralph dio unos pasos hacia delante.
Allí estaba la aplastada hierba donde iodos habían descansado mientras él fue a explorar. Y también el istmo de tierra y el saliente que rodeaba el peñón; y allí, en lo alto, estaban los rojizos pináculos.
–Sam le tocó el brazo.
–Humo.
Una leve señal de humo vacilaba en el aire al otro lado del peñón.
–Vaya un fuego…, por lo menos no lo parece. Ralph se volvió. – ¿Y por qué nos escondemos?
Atravesó la pantalla de hierba hasta llegar al pequeño descampado que conducía a la estrecha lengua de tierra.
–Vosotros dos seguid detrás. Yo iré en cabeza, y a un paso de mí, Piggy. Tened las lanzas preparadas.
Piggy miró con ansiedad el luminoso velo que colgaba entre él y el mundo. – ¿No será peligroso? ¿No hay un acantilado? Oigo el ruido del mar.
–Tú camina pegado a mí.
Ralph llegó al istmo. Dio con el pie a una piedra que rodó hasta el agua. En aquel momento el mar aspiró y dejó al descubierto un cuadrado rojo, tapizado de algas, a menos de quince metros del brazo izquierdo de Ralph. – ¿No me pasará nada? – dijo Piggy tembloroso -, me siento muy mal…