10. La caracola y las gafas (1)
Piggy observó atentamente la figura que se aproximaba. Había descubierto que a veces veía mejor si se quitaba las gafas y aplicaba su única lente al otro ojo. Pero después de lo que había sucedido, incluso al mirar con su ojo bueno, Ralph seguía siendo inconfundiblemente Ralph. Salía del área de los cocoteros cojeando, sucio, con hojas secas prendidas de los mechones rubios; uno de sus ojos era una rendija abierta en la hinchada mejilla; en su rodilla derecha se había formado una gran costra. Ralph se detuvo un momento y miró a la figura que se encontraba en la plataforma. – ¿Piggy? ¿Estás solo?
–Están algunos de los peques,
–Esos no cuentan. ¿No está ninguno de los mayores?
–Bueno… Samyeric. Están cogiendo leña. – ¿No hay nadie más?
–Que yo sepa, no.
Ralph se subió con cuidado a la plataforma. La hierba estaba aún agostada allí donde solía reunirse la asamblea; la frágil caracola blanca brillaba junto al pulido asiento. Ralph se sentó en la hierba, frente al sitio del jefe y la caracola. A su izquierda se arrodilló Piggy y durante algún tiempo los dos permanecieron en silencio. Por fin Ralph carraspeó y murmuró algo. – ¿Qué has dicho? – murmuró Piggy a su vez. Ralph alzó la voz:
–Simón.
Piggy no dijo nada, pero sacudió la cabeza con seriedad. Siguieron allí sentados, contemplando con su mermada visión el asiento del jefe y la resplandeciente laguna. La luz verde y las brillantes manchas del sol jugueteaban sobre sus cuerpos sucios.
Al cabo de un rato Ralph se levantó y se acercó a la caracola. La cogió, en una caricia, con ambas manos y se arrodilló reclinado contra un tronco.
–Piggy – ¿Eh? – ¿Qué vamos a hacer?
Piggy señaló la caracola con un movimiento de cabeza.
–Podías… – ¿Convocar una asamblea?
Ralph lanzó una carcajada al pronunciar aquella palabra y Piggy frunció el ceño.
–Sigues siendo el Jefe. Ralph volvió a reír.
–Lo eres. De todos nosotros.
–Tengo la caracola. – ¡Ralph! Deja de reír así. ¡Venga, Ralph, no hagas eso! ¿Qué van a pensar los otros?
Por fin se detuvo Ralph. Estaba temblando.
–Piggy – ¿Eh?
–Era Simon.
–Eso ya lo has dicho.
–Piggy – ¿Eh?
–Fue un asesinato. – ¿Te quieres callar? – dijo Piggy con un chillido -. ¿Qué vas a sacar con decir esas cosas?
De un salto se puso en pie y se acercó a Ralph.
–Estaba todo oscuro. Y luego ese… ese maldito baile. Y los relámpagos y truenos, además, y la lluvia. ¡Estábamos asustados!
–Yo no estaba asustado – dijo Ralph despacio -. Estaba… no sé cómo estaba. – ¡Estábamos asustados! – dijo Piggy excitado – ·. Podía haber pasado cualquier cosa.
No fue… eso que tú has dicho.
Gesticulaba, en busca de una fórmula. – ¡Por favor, Piggy!
Los gestos de Piggy cesaron ante la voz ahogada y dolorida de Ralph. Se agachó y esperó. Ralph se balanceaba de un lado a otro meciendo la caracola. – ¿Es que no lo entiendes, Piggy? Las cosas que hicimos…
–A lo mejor todavía está…
–No.
–A lo mejor sólo fingía…
La voz de Piggy se apagó al ver el rostro de Ralph.
–Tú estabas fuera. Estabas fuera del círculo. Nunca llegaste a entrar. ¿Pero no viste lo que nosotros… lo que hicieron?
Había horror en su voz y a la vez una especie de febril excitación. – ¿No lo viste, Piggy?
–No muy bien, Ralph. Ahora sólo tengo un ojo; lo debías saber ya, Ralph.
Ralph siguió balanceándose de un lado a otro.
–Fue un accidente – dijo Piggy bruscamente -; eso es lo que fue, un accidente. Su voz volvió a elevarse.
–Saliendo así de la oscuridad…, ¿a quién se le ocurre salir arrastrándose así de la oscuridad? Estaba chiflado. El mismo se lo buscó.
Volvió a hacer grandes gestos.
–Fue un accidente.
–Tú no viste lo que hicieron…
–Mira, Ralph, hay que olvidar eso. No nos va a servir de nada pensar en esas cosas, ¿entiendes?
–Estoy aterrado. De nosotros. Quiero irme a casa. ¡Quiero irme a mi casa!
–Fue un accidente – dijo Piggy con obstinación -, y nada más.
Tocó el hombro desnudo de Ralph y Ralph tembló ante aquel contacto humano.
–Y escucha, Ralph – Piggy lanzó una rápida mirada en torno suyo y después se le acercó -…no les digas que estábamos también en esa danza. No se lo digas a Samyeric. – ¡Pero estábamos allí! ¡Estábamos todos! Piggy movió la cabeza.
–Nosotros no nos quedamos hasta el final. Y como estaba todo oscuro, nadie se fijaría.
Además, tú mismo has dicho que yo estaba fuera…
–Y yo también – murmuró Ralph -. Yo también estaba fuera.
Piggy asintió con ansiedad.
–Eso. Estábamos fuera. No hemos hecho nada; no hemos visto nada.
Calló un momento y después continuó:
–Nos iremos a vivir por nuestra cuenta, nosotros cuatro…
–Nosotros cuatro. No vamos a ser bastantes para tener encendida la hoguera.
–Lo podemos intentar. ¿Ves? La encendí yo.
Llegaron del bosque Samyeric arrastrando un gran tronco. Lo tiraron junto al fuego y se dirigieron a la poza. Ralph se puso en pie de un salto. – ¡Eh, vosotros dos!
Los mellizos se detuvieron unos instantes y después siguieron adelante.
–Se van a bañar, Ralph.
–Será mejor acabar con ello de una vez. Los mellizos se sorprendieron al ver a Ralph.
Se sonrojaron, sin atreverse a mirarle.
–Ah, ¿eres tú, Ralph? Hola.
–Hemos estado en el bosque… -…cogiendo leña para la hoguera… -…anoche nos perdimos. Ralph se miró a los pies:
–Os perdisteis después de… Piggy limpió su lente.
–Después de la fiesta – dijo Sam con voz apagada. Eric asintió:
–Sí, después de la fiesta.
–Nosotros nos fuimos muy pronto – se apresuró a decir Piggy -, porque estábamos cansados.
–Nosotros también… -…muy pronto… -…estábamos muy cansados.
Sam se llevó la mano a un rasguño en la frente y la retiró en seguida. Eric se tocó el labio cortado.
–Sí, estábamos muy cansados – volvió a decir Sam -, así que nos fuimos pronto. ¿Estuvo bien la…?
El aire estaba cargado de cosas inconfesables que nadie se atrevía a admitir. Sam giró el cuerpo y lanzó la repugnante palabra: – ¿… danza?
El recuerdo de aquella danza, a la que ninguno de ellos había asistido sacudió a los cuatro muchachos como una convulsión.
–Nos fuimos pronto.
Cuando Roger llegó al istmo que unía el Peñón del Castillo a la tierra firme no se sorprendió al oír la voz de alto. Durante la espantosa noche había ya imaginado que encontraría a algunos de la tribu protegiéndose en el lugar más seguro contra los horrores de la isla. La firme voz sonó desde lo alto, donde se balanceaba la pirámide de riscos. – ¡Alto! ¿Quién va?
–Roger.
–Puedes avanzar, amigo. Roger avanzó.
–Sabías muy bien que era yo.
–El jefe nos ha dicho que tenemos que dar el alto a todos.
Roger alzó los ojos.
–Ya me dirás cómo ibas a impedir que pasara.
–Sube y verás.
Roger trepó por el acantilado, con sus salientes a guisa de escalones – Tú mira esto.
Habían empotrado un tronco bajo la roca más alta y otro bajo aquel haciendo palanca.
Robert se apoyó ligeramente en la palanca y la roca rechinó. Un esfuerzo mayor la hubiese lanzado tronando sobre el istmo. Roger se quedó asombrado.
–Menudo Jefe tenemos, ¿verdad? Robert asintió.
–Nos va a llevar de caza.
Indicó con la barbilla en dirección a los lejanos refugios, de donde salía un hilo de humo blanco que trepaba hacia el cielo. Roger, sentado en el borde mismo del acantilado, se volvió para contemplar con aire sombrío la isla, mientras se hurgaba en un diente suelto.
Su mirada se posó sobre la cima de la lejana montaña y Robert se apresuró a desviar el silenciado tema.
–Le va a dar una paliza a Wilfred. – ¿Por qué?
Robert movió la cabeza en señal de ignorancia.
–No sé. No ha dicho nada. Se enfadó y nos obligó a atar a Wilfred. Lleva… – lanzó una risita excitada – lleva horas ahí atado, esperando… – ¿Y el Jefe no ha dicho por qué?
–Yo no le he oído nada.
Roger, sentado en las gigantescas rocas, bajo un sol abrasador, recibió aquellas noticias como una revelación. Dejó de tirarse del diente y se quedó quieto, reflexionando sobre las posibilidades de una autoridad irresponsable. Después, sin más palabras, descendió por detrás de las rocas y se dirigió a la caverna para reunirse con el resto de la tribu.
Allí, sentado, estaba el jefe, desnudo hasta la cintura y con la cara pintada de rojo y blanco. Ante él, sentados en semicírculo, estaban los miembros de la tribu. Wilfred, recién azotado y libre de ataduras, gemía ruidosamente al fondo. Roger se sentó con los demás.
–Mañana – continuó el Jefe – iremos otra vez a cazar.
Señaló con la lanza a unos cuantos salvajes.
–Algunos os tenéis que quedar aquí para arreglar bien la cueva y defender la entrada.
Yo me iré con unos cuantos cazadores para traer carne. Los centinelas tienen que cuidar que los otros no se metan aquí a escondidas…
Uno de los salvajes levantó la mano y el Jefe volvió hacia él un rostro rígido y pintado. – ¿Por qué iban a querer entrar a escondidas, Jefe? El Jefe habló con seriedad, pero sin precisar:
–Porque sí. Intentarán estropear todo lo que hagamos. Así que los centinelas tienen que andar con cuidado. Y otra cosa…
El Jefe se detuvo. La lengua asomó a sus labios como una lagartija rosada y desapareció bruscamente. -…y otra cosa; puede que la fiera intente entrar. Ya os acordáis cómo vino arrastrándose…
El semicírculo de muchachos asintió con estremecimientos y murmullos.
–Vino… disfrazado. Y a lo mejor vuelve otra vez, aunque le dejemos la cabeza de nuestra caza para su comida. Así que hay que estar atentos y tener cuidado.
Stanley levantó el brazo que tenía apoyado contra la roca y alzó un dedo inquisitivo. – ¿Sí? – ¿Pero es que no la…, no la…? Se turbó y miró al suelo. – ¡No!
En el silencio que sucedió, cada uno de los salvajes intentó huir de sus propios recuerdos. – ¡No! ¿Cómo íbamos a poder… matarla… nosotros? Con alivio por lo que aquello implicaba, pero asustados por los terrores que les guardaba el futuro, los salvajes murmuraron de nuevo entre sí.
–Así que no os acerquéis a la montaña – dijo el Jefe en tono serio -, y dejadle la cabeza de la presa siempre que cacéis algo.
Sidney volvió a levantar un dedo.
–Yo creo que la fiera se disfrazó.
–Quizá – dijo el Jefe. Se enfrentaban con una especulación teológica -. De todos modos, lo mejor será estar a buenas con ella. Puede ser capaz de cualquier cosa.
La tribu meditó aquellas palabras y todos se agitaron como si les hubiese azotado una ráfaga de viento. El Jefe, al darse cuenta del efecto que habían causado sus palabras, se levantó bruscamente.
–Pero mañana iremos de caza y cuando tengamos carne habrá un banquete… Bill levantó la mano.
–Jefe. – ¿Sí? – ¿Con qué vamos a encender el fuego?
La arcilla blanca y roja escondió el sonrojo del jefe. Ante su vacilante silencio, la tribu dejó escapar un nuevo murmullo. El Jefe alzó la mano.
–Les quitaremos fuego a los otros. Escuchad. Mañana iremos de caza y traeremos carne. Pero esta noche yo iré con dos cazadores… ¿Quién viene conmigo?
Maurice y Roger levantaron los brazos.
–Maurice… – ¿Sí, Jefe? – ¿Dónde tenían la hoguera?
–Donde antes, junto a la roca. El Jefe asintió con la cabeza.
–Los demás os podéis ir a dormir en cuanto se ponga el sol. Pero nosotros tres, Maurice, Roger y yo, tenemos trabajo que hacer. Saldremos justo antes de que anochezca…
Maurice alzó un brazo.
–Pero ¿y si nos encontramos con…?
El Jefe rechazó la objeción con un giro de su brazo.
–Iremos por la arena. Y si viene, empezaremos otra vez… con nuestra… – ¿Los tres solos?
Se oyó el zumbido de un murmullo que pronto se desvaneció.
Piggy entregó las gafas a Ralph y esperó hasta recobrar la vista. La leña estaba húmeda; era el tercer intento de encender la hoguera. Ralph se apartó y dijo para sí:
–A ver si no tenemos que pasar otra noche sin hoguera.
Miró con cara de culpa a los tres muchachos junto a él. Era la primera vez que admitía la doble función de la hoguera. Lo primero, indudablemente, era enviar al espacio una columna de humo mensajero; pero también servía de hogar en momentos como aquellos y de alivio hasta que el sueño les acogiese. Eric sopló tenazmente hasta lograr que la leña brillase y de ella se desprendiese una pequeña llama. Una onda blanca y amarilla humeó hacia lo alto. Piggy recuperó sus gafas y contempló con agrado el humo. – ¡Si pudiésemos construir un aparato de radio!