5. El monstruo del mar (2)
Hizo un gesto con el brazo que abarcaba a la asamblea entera y pasó su mirada por todo el triángulo.
–Tenemos que conseguir ese humo allá arriba… o morir.
Aguardó un momento, esbozando el próximo punto a tratar.
–Y otra cosa.
–Son demasiadas cosas – gritó alguien. Hubo un murmullo de asentimiento. Ralph impuso el silencio.
–Y otra cosa. Por poco prendemos fuego a toda la isla. Y perdemos demasiado tiempo rodando piedras y haciendo fueguecitos para guisar. Ahora os voy a decir una cosa, y va a ser una regla, porque para eso soy jefe. No habrá más hogueras que la de la montaña.
Jamás.
Al instante se produjo un tumulto. Algunos muchachos se pusieron de pie a gritar mientras Ralph les contestaba con otros gritos.
–Porque si queréis una hoguera para cocer pescado o cangrejos no os va a pasar nada por subir hasta la montaña. Así podremos estar seguros.
A la luz del sol poniente, una multitud de manos reclamaban la caracola. Ralph la apretó contra su cuerpo y de un brinco se subió al tronco.
–Eso era todo lo que os quería decir. Y ya está dicho. Me votasteis para jefe, así que tenéis que hacer lo que yo diga.
Se fueron calmando poco a poco hasta volver por fin a sus asientos. Ralph saltó al suelo y les habló con su voz normal.
–Así que no lo olvidéis. Las rocas son los retretes. Hay que mantener vivo el fuego para que el humo sirva de señal. No se puede bajar lumbre de la montaña; subid allí la comida.
Jack, con semblante ceñudo bajo la penumbra, se levantó y tendió los brazos.
–Todavía no he terminado. – ¡Pero si no has hecho más que hablar y hablar!
–Tengo la caracola.
Jack se sentó refunfuñando.
–Y ya lo último. Esto lo podemos discutir si queréis. Aguardó hasta que en la plataforma reinó un silencio total.
–Las cosas no marchan bien. No sé por qué. Al principio estábamos bien; estábamos contentos. Luego…
Movió la caracola suavemente, mirando hacia lo lejos, sin fijarse en nada, acordándose de la fiera, de la serpiente, de la hoguera, de las alusiones al miedo.
–Luego la gente empezó a asustarse.
Un murmullo,.casi un gemido, surgió y desapareció. Jack había dejado de afilar el palo.
Ralph continuó bruscamente:
–Pero esas cosas son chiquilladas. Eso ya lo arreglaremos. Así que, lo último, la parte que podemos discutir, es ver si decidimos algo sobre el miedo.
El pelo le volvía a caer sobre los ojos.
–Tenemos que hablar de ese miedo y convencernos de que no hay motivo. Yo también me asusto a veces, ¡pero ésas son tonterías! Como los fantasmas. Luego, cuando nos hayamos convencido, podremos empezar de nuevo y tener cuidado de cosas como la hoguera.
La imagen de tres muchachos paseando por la alegre playa cruzó su mente.
–Y ser felices.
Con gran ceremonia colocó Ralph Ja caracola sobre el tronco como señal de que el discurso había acabado. La escasa luz solar les llegaba horizontalmente.
Jack se levantó y cogió la caracola.
–De modo que ésta es una reunión para arreglar las cosas. Pues yo os diré lo que hay que arreglar. Los peques sois los que habéis empezado todo esto, con tanto hablar del miedo. ¡Fieras! ¿De dónde iban a venir? Pues claro que nos entra miedo a veces, pero nos aguantamos. Ralph dice que chilláis durante la noche. Eso no son más que pesadillas. Además, ni cazáis, ni construís refugios, ni ayudáis…, sois un montón de lloricas y miedicas. Eso es lo que sois. Y en cuanto al miedo… os aguantáis igual que hacemos todos.
Ralph miraba boquiabierto a Jack, pero Jack no le prestó atención.
–Tenéis que daros cuenta que el miedo no os puede hacer más daño que un sueño.
No hay bestias feroces en esta isla.
Recorrió con la mirada la fila de peques que cuchicheaban entre sí.
–Merecéis que viniese de verdad una fiera a asustaros; sois una pandilla de lloricas inútiles. ¡Pero da la casualidad que no hay ningún animal…!
Ralph interrumpió malhumorado: – ¿De qué estás hablando? ¿Quién ha dicho nada de animales?
–Tú, el otro día. Dijiste que soñaban y que empezaban a gritar. Ahora todo el mundo habla… y no sólo los peques, a veces también mis cazadores… hablan de algo, de una cosa oscura, de una fiera o algo que se parece a un animal. Les he oído. ¿No lo sabías, a que no? Ahora escuchadme. No hay anímales grandes en las islas pequeñas. Sólo cerdos salvajes. Los leones y tigres sólo se ven en los países grandes, como África y la India…
–Y en el zoológico…
–La caracola la tengo yo. Ahora no estoy hablando del miedo; hablo de la fiera. Podéis tener miedo si queréis. Pero en cuanto a esa fiera…
Jack calló, meciendo la caracola, y se volvió a los cazadores, que seguían portando las sucias gorras negras. – ¿Soy cazador o no?
Asintieron, sin más. Pues claro que era un cazador. Nadie lo dudaba.
–Pues bien… he recorrido toda la isla. Yo solo. Si hubiese una fiera ya la habría visto.
Seguiréis con el miedo porque sois así… pero no hay ninguna fiera en el bosque.
Jack devolvió la caracola y se sentó. Toda la asamblea prorrumpió en aplausos de alivio.
Entonces alzó Piggy el brazo.
–No estoy de acuerdo con todo lo que ha dicho Jack; sólo con una parte. Claro que no hay una fiera en el bosque. ¿Cómo iba a haberla? ¿Qué comería una fiera?
–Cerdo.
–El cerdo lo comemos nosotros. – ¡Cerdito! ¡Piggy! – ¡Tengo la caracola! – dijo Piggy indignado – Ralph, tienen que callarse, ¿a que sí? ¡Vosotros, los peques, a callar! Lo que quiero decir es que no estoy de acuerdo con eso del miedo. Claro que no hay nada para asustarse en el bosque. ¡Yo también he estado en el bosque! Luego empezaréis a hablar de fantasmas y cosas así. Sabemos todo lo que pasa en la isla y, si pasa algo malo, ya lo arreglará alguien.
Se quitó las gafas y guiñó los ojos. El sol había desaparecido como si alguien lo hubiese apagado.
Se dispuso a explicarles:
–Si os entra dolor de vientre, aunque sea pequeño o grande…
–El tuyo sí que es bien grande.
–Cuando acabéis de reír, a lo mejor podemos seguir con la reunión. Y si esos peques se vuelven a subir al columpio se van a caer en un periquete. Así que ya pueden sentarse en el suelo y escuchar. No. Hay médicos para todos, hasta para dentro de la mente. No me vais a decir que tenemos que pasarnos la vida asustados por nada. La vida – dijo Piggy animadamente – es una cosa científica, eso es lo que es. Dentro de un año o dos, cuando acabe la guerra, ya se estará viajando a Marte y volviendo. Sé que no hay una fiera… con garras y todo eso, quiero decir, y también sé que no hay que tener miedo.
Hubo una pausa.
–A no ser que… Ralph se movió inquieto.
–A no ser que, ¿qué?
–Que nos dé miedo la gente.
Se oyó un rumor, mitad risa y mitad mofa, entre los muchachos.
Piggy agachó la cabeza y continuó rápidamente:
–Así que vamos a preguntar a ese peque que habló de una fiera y a lo mejor le podemos convencer de que son tonterías suyas.
Los peques se pusieron a charlar entre sí, hasta que uno de ellos se adelantó unos pasos. – ¿Cómo te llamas?
–Phil.
Tenía bastante aplomo para ser uno de los peques; tendió los brazos y meció la caracola al estilo de Ralph, mirando en torno suyo antes de hablar, para atraerse la atención de todos.
–Anoche tuve un sueño…, un sueño terrible…, luchaba con algo. Estaba yo solo, fuera del refugio, y luchaba con algo, con esas cosas retorcidas de los árboles.
Se detuvo y los otros peques rieron con aterrado compañerismo.
–Entonces me asusté y me desperté. Y estaba solo fuera del refugio en la oscuridad y las cosas retorcidas se habían ido.
El intenso horror de lo que contaba, algo tan posible y tan claramente aterrador, les mantenía a todos en silencio. La voz del niño siguió trinando desde el otro lado de la blanca caracola.
–Y me asusté, y empecé a llamar a Ralph, y entonces vi que se movía algo entre los árboles, una cosa grande y horrible.
Calló, medio asustado por aquel recuerdo, pero orgulloso de la sensación que iba causando en los demás.
–Eso fue una pesadilla – dijo Ralph -; caminaba dormido.
La asamblea murmuró en tímido acuerdo. El pequeño movió la cabeza obstinadamente.
–Estaba dormido cuando esas cosas retorcidas luchaban, y cuando se fueron estaba despierto y vi una cosa grande y horrible que se movía entre los árboles.
Ralph recogió la caracola y el peque se sentó.
–Estabas dormido. No había nadie allí. ¿Cómo iba a haber alguien rondando por la selva en la noche? ¿Fue alguno de vosotros? ¿Salió alguien?
Hubo una larga pausa mientras la asamblea sonreía ante la idea de alguien paseándose en la oscuridad. Entonces se levantó Simón, y Ralph le miró estupefacto. – ¡Tú! ¿Qué tenías que husmear en la oscuridad? Simón, deseoso de acabar de una vez, arrebató la caracola.
–Quería… ir a un sitio…, a un sitio que conozco. – ¿Qué sitio?
–A un sitio que conozco. Un sitio en la jungla.
Dudó.
Jack resolvió para ellos la duda con aquel desprecio en su voz capaz de expresar tanta burla y resolución a la vez:
–Sería un apretón.
Sintiendo la humillación de Simón, Ralph cogió de nuevo la caracola, y al hacerlo le miró a la cara con severidad.
–No vuelvas a hacerlo. ¿Me oyes? No vuelvas a hacer eso de noche. Ya tenemos bastantes tonterías con lo de las fieras para que los peques te vean deslizándote por ahí como un…
La risa burlona que se produjo indicaba miedo y censura. Simón abrió la boca para decir algo, pero Ralph tenía la caracola, de modo que se retiró a su asiento. Cuando la asamblea se apaciguó, Ralph se volvió hacia Piggy – ¿Qué más, Piggy?
–Había otro. Ese.
Los peques empujaron a Percival hacia adelante y le dejaron solo. Estaba en el centro, con la hierba hasta las rodillas, y miraba a sus ocultos píes, tratando de hacerse la ilusión de hallarse dentro de una tienda de campaña. Ralph se acordó de otro niño que había adoptado aquella misma postura y apartó rápidamente aquel recuerdo. Había alejado de sí aquel pensamiento, había conseguido retirarlo de su vista, pero ante un recuerdo tan rotundo como este volvía a la superficie. No habían vuelto a hacer recuento de los niños, en parte porque no había manera de asegurarse que en él quedaran todos incluidos, y en parte porque Ralph conocía la respuesta a una, por lo menos, de las preguntas que Piggy formulase en la cima de la montaña. Había niños pequeños, rubios, morenos, con pecas, y todos ellos sucios, pero observaba siempre con espanto que ninguno de esos rostros tenía un defecto especial. Nadie había vuelto a ver la mancha de nacimiento morada.
Pero Piggy había estado tan insistente aquel día, había estado tan dominante al interrogar… Admitiendo tácitamente que recordaba aquello que no podía mencionarse, Ralph hizo un gesto a Piggy.
–Venga. Pregúntale.
Piggy se arrodilló con la caracola en las manos.
–Vamos a ver, ¿cómo te llamas?
El niño se fue acurrucando en su tienda de campaña. Piggy, derrotado, se volvió hacia Ralph, que dijo con severidad: – ¿Cómo te llamas?
Aburrida por el silencio y la negativa, la asamblea prorrumpió en un sonsonete: – ¿Cómo te llamas? ¿Cómo te llamas? – ¡A callar!
Ralph contempló al muchacho en el crepúsculo.
–Ahora dinos, ¿cómo te llamas?
–Percival Wemys Madison, La Vicaría, Harcourt St. Anthony, Hants, teléfono, teléfono, telé…
El pequeño, como si aquella información estuviese profundamente enraizada en las fuentes del dolor, se echó a llorar. Empezó con pucheros, después las lágrimas le saltaron a los ojos y sus labios se abrieron mostrando un negro agujero cuadrado. Pareció al principio una imagen muda del dolor, pero después dejó salir un lamento fuerte y prolongado como el de la caracola. – ¿Te quieres callar? ¡Cállate!