Capítulo 19 (2)
No era un proyecto nuevo. En realidad lo tenía bastante avanzado cuando conoció a Amaranta Úrsula, solo que no era para Macondo sino para el Congo Belga, donde su familia tenía inversiones en aceite de palma. El matrimonio, la decisión de pasar unos meses en Macondo para complacer a la esposa, lo habían obligado a aplazarlo. Pero cuando vio que Amaranta Úrsula estaba empeñada en organizar una junta de mejoras públicas, y hasta se reía de él por insinuar la posibilidad del regreso, comprendió que las cosas iban para largo, y volvió a establecer contacto con sus olvidados socios de Bruselas, pensando que para ser pionero daba lo mismo el Caribe que el África. Mientras progresaban las gestiones, preparó un campo de aterrizaje en la antigua región encantada que entonces parecía una llanura de pedernal resquebrajado, y estudió la dirección de los vientos, la geografía del litoral y las rutas más adecuadas para la navegación aérea, sin saber que su diligencia, tan parecida a la de Mr. Herbert, estaba infundiendo en el pueblo la peligrosa sospecha de que su propósito no era planear itinerarios sino sembrar banano. Entusiasmado con una ocurrencia que después de todo podía justificar su establecimiento definitivo en Macondo, hizo varios viajes a la capital de la provincia, se entrevistó con las autoridades, y obtuvo licencias y suscribió contratos de exclusividad. Mientras tanto, mantenía con los socios de Bruselas una correspondencia parecida a la de Fernanda con los médicos invisibles, y acabó de convencerlos de que embarcaran el primer aeroplano al cuidado de un mecánico experto, que lo armara en el puerto más próximo y lo llevara volando a Macondo. Un año después de las primeras mediciones y cálculos meteorológicos, confiando en las promesas reiteradas de sus corresponsales, había adquirido la costumbre de pasearse por las calles, mirando el cielo, pendiente de los rumores de la brisa, en espera de que apareciera el aeroplano.
Aunque ella no lo había notado, el regreso de Amaranta Úrsula determinó un cambio radical en la vida de Aureliano. Después de la muerte de José Arcadio, se había vuelto un cliente asiduo de la librería del sabio catalán. Además, la libertad de que entonces disfrutaba, y el tiempo de que disponía, le despertaron una cierta curiosidad por el pueblo, que conoció sin asombro. Recorrió las calles polvorientas y solitarias, examinando con un interés más científico que humano el interior de las casas en ruinas, las redes metálicas de las ventanas, rotas por el óxido y los pájaros moribundos, y los habitantes abatidos por los recuerdos. Trató de reconstruir con la imaginación el arrasado esplendor de la antigua ciudad de la compañía bananera, cuya piscina seca estaba llena hasta los bordes de podridos zapatos de hombre y zapatillas de mujer, y en cuyas casas desbaratadas por la cizaña encontró el esqueleto de un perro alemán todavía atado a una argolla con una cadena de acero, y un teléfono que repicaba, repicaba, repicaba, hasta que él lo descolgó, entendió lo que una mujer angustiada y remota preguntaba en inglés, y le contestó que sí, que la huelga había terminado, que los tres mil muertos habían sido echados al mar, que la compañía bananera se había ido, y que Macondo estaba por fin en paz desde hacía muchos años. Aquellas correrías lo llevaron al postrado barrio de tolerancia, donde en otros tiempos se quemaban mazos de billetes para animar la cumbiamba, y que entonces era un vericueto de calles más afligidas y miserables que las otras, con algunos focos rojos todavía encendidos, y con salones de baile adornados con piltrafas de guirnaldas, donde las macilentas y gordas viudas de nadie, las bisabuelas francesas y las matriarcas babilónicas, continuaban esperando junto a las victrolas. Aureliano no encontró quien recordara a su familia, ni siquiera al coronel Aureliano Buendía, salvo el más antiguo de los negros antillanos, un anciano cuya cabeza algodonada le daba el aspecto de un negativo de fotografía, que seguía cantando en el pórtico de la casa los salmos lúgubres del atardecer. Aureliano conversaba con él en el enrevesado papiamento que aprendió en pocas semanas, y a veces compartía el caldo de cabezas de gallo que preparaba la bisnieta, una negra grande, de huesos sólidos, caderas de yegua y tetas de melones vivos, y una cabeza redonda, perfecta, acorazada por un duro capacete de pelos de alambre, que parecía el almófar de un guerrero medieval. Se llamaba Nigromanta. Por esa época, Aureliano vivía de vender cubiertos, palmatorias y otros chécheres de la casa. Cuando andaba sin un céntimo, que era lo más frecuente, conseguía que en las fondas del mercado le regalaran las cabezas de gallo que iban a tirar en la basura, y se las llevaba a Nigromanta para que le hiciera sus sopas aumentadas con verdolaga y perfumadas con hierbabuena. Al morir el bisabuelo, Aureliano dejó de frecuentar la casa, pero se encontraba a Nigromanta bajo los oscuros almendros de la plaza, cautivando con sus silbos de animal montuno a los escasos trasnochadores. Muchas veces la acompañó, hablando en papiamento de las sopas de cabezas de gallo y otras exquisiteces de la miseria, y hubiera seguido haciéndolo si ella no lo hubiera hecho caer en la cuenta de que su compañía le ahuyentaba la clientela. Aunque algunas veces sintió la tentación, y aunque a la propia Nigromanta le hubiera parecido una culminación natural de la nostalgia compartida, no se acostaba con ella. De modo que Aureliano seguía siendo virgen cuando Amaranta Úrsula regresó a Macondo y le dio un abrazo fraternal que lo dejó sin aliento. Cada vez que la veía, y peor aun cuando ella le enseñaba los bailes de moda, él sentía el mismo desamparo de esponjas en los huesos que turbó a su tatarabuelo cuando Pilar Ternera le puso pretextos de barajas en el granero. Tratando de sofocar el tormento, se sumergió más a fondo en los pergaminos y eludió los halagos inocentes de aquella tía que emponzoñaba sus noches con efluvios de tribulación, pero mientras más la evitaba, con más ansiedad esperaba su risa pedregosa, sus aullidos de gata feliz y sus canciones de gratitud, agonizando de amor a cualquier hora y en los lugares menos pensados de la casa. Una noche, a diez metros de su cama, en el mesón de platería, los esposos del vientre desquiciado desbarataron la vidriera y terminaron amándose en un charco de ácido muriático. Aureliano no solo no pudo dormir un minuto, sino que pasó el día siguiente con calentura, sollozando de rabia. Se le hizo eterna la llegada de la primera noche en que esperó a Nigromanta a la sombra de los almendros, atravesado por las agujas de hielo de la incertidumbre, y apretando en el puño el peso con cincuenta centavos que le había pedido a Amaranta Úrsula, no tanto porque los necesitara, como para complicarla, envilecerla y prostituirla de algún modo con su aventura. Nigromanta lo llevó a su cuarto alumbrado con veladoras de superchería, a su cama de tijeras con el lienzo percudido de malos amores, y a su cuerpo de perra brava, empedernida, desalmada, que se preparó para despacharlo como si fuera un niño asustado, y se encontró de pronto con un hombre cuyo poder tremendo exigió a sus entrañas un movimiento de reacomodación sísmica.
Se hicieron amantes. Aureliano ocupaba la mañana en descifrar pergaminos, y a la hora de la siesta iba al dormitorio soporífero donde Nigromanta lo esperaba para enseñarlo a hacer primero como las lombrices, luego como los caracoles y por último como los cangrejos, hasta que tenía que abandonarlo para acechar amores extraviados. Pasaron varias semanas antes de que Aureliano descubriera que ella tenía alrededor de la cintura un cintillo que parecía hecho con una cuerda de violoncelo, pero que era duro como el acero y carecía de remate, porque había nacido y crecido con ella. Casi siempre, entre amor y amor, comían desnudos en la cama, en el calor alucinante y bajo las estrellas diurnas que el óxido iba haciendo despuntar en el techo de zinc. Era la primera vez que Nigromanta tenía un hombre fijo, un machucante de planta, como ella misma decía muerta de risa, y hasta empezaba a hacerse ilusiones de corazón cuando Aureliano le confió su pasión reprimida por Amaranta Úrsula, que no había conseguido remediar con la sustitución, sino que le iba torciendo cada vez más las entrañas a medida que la experiencia ensanchaba el horizonte del amor. Entonces Nigromanta siguió recibiéndolo con el mismo calor de siempre, pero se hizo pagar los servicios con tanto rigor, que cuando Aureliano no tenía dinero se los cargaba en la cuenta que no llevaba con números sino con rayitas que iba trazando con la uña del pulgar detrás de la puerta. Al anochecer, mientras ella se quedaba barloventeando en las sombras de la plaza, Aureliano pasaba por el corredor como un extraño, saludando apenas a Amaranta Úrsula y a Gastón, que de ordinario cenaban a esa hora, y volvía a encerrarse en el cuarto, sin poder leer ni escribir, ni siquiera pensar, por la ansiedad que le provocaban las risas, los cuchicheos, los retozos preliminares, y luego las explosiones de felicidad agónica que colmaban las noches de la casa. Esa era su vida dos años antes de que Gastón empezara a esperar el aeroplano, y seguía siendo igual la tarde en que fue a la librería del sabio catalán y encontró a cuatro muchachos despotricadores, encarnizados en una discusión sobre los métodos de matar cucarachas en la Edad Media. El viejo librero, conociendo la afición de Aureliano por libros que solo había leído Beda el Venerable, lo instó con una cierta malignidad paternal a que terciara en la controversia, y él ni siquiera tomó aliento para explicar que las cucarachas, el insecto alado más antiguo sobre la tierra, era ya la víctima favorita de los chancletazos en el Antiguo Testamento, pero que como especie era definitivamente refractaria a cualquier método de exterminio, desde las rebanadas de tomate con bórax hasta la harina con azúcar, pues sus mil seiscientas tres variedades habían resistido a la más remota, tenaz y despiadada persecución que el hombre había desatado desde sus orígenes contra ser viviente alguno, inclusive el propio hombre, hasta el extremo de que así como se atribuía al género humano un instinto de reproducción, debía atribuírsele otro más definido y apremiante, que era el instinto de matar cucarachas, y que si estas habían logrado escapar a la ferocidad humana era porque se habían refugiado en las tinieblas, donde se hicieron invulnerables por el miedo congénito del hombre a la oscuridad, pero en cambio se volvieron susceptibles al esplendor del mediodía, de modo que ya en la Edad Media, en la actualidad y por los siglos de los siglos, el único método eficaz para matar cucarachas era el deslumbramiento solar.
Aquel fatalismo enciclopédico fue el principio de una gran amistad. Aureliano siguió reuniéndose todas las tardes con los cuatro discutidores, que se llamaban Álvaro, Germán, Alfonso y Gabriel, los primeros y últimos amigos que tuvo en la vida. Para un hombre como él, encastillado en la realidad escrita, aquellas sesiones tormentosas que empezaban en la librería a las seis de la tarde y terminaban en los burdeles al amanecer fueron una revelación. No se le había ocurrido pensar hasta entonces que la literatura fuera el mejor juguete que se había inventado para burlarse de la gente, como lo demostró Álvaro en una noche de parranda. Había de transcurrir algún tiempo antes de que Aureliano se diera cuenta de que tanta arbitrariedad tenía origen en el ejemplo del sabio catalán, para quien la sabiduría no valía la pena si no era posible servirse de ella para inventar una manera nueva de preparar los garbanzos.
La tarde en que Aureliano sentó cátedra sobre las cucarachas, la discusión terminó en la casa de las muchachitas que se acostaban por hambre, un burdel de mentiras en los arrabales de Macondo. La propietaria era una mamasanta sonriente, atormentada por la manía de abrir y cerrar puertas. Su eterna sonrisa parecía provocada por la credulidad de los clientes, que admitían como algo cierto un establecimiento que no existía sino en la imaginación, porque allí hasta las cosas tangibles eran irreales: los muebles que se desarmaban al sentarse, la victrola destripada en cuyo interior había una gallina incubando, el jardín de flores de papel, los almanaques de años anteriores a la llegada de la compañía bananera, los cuadros con litografías recortadas de revistas que nunca se editaron. Hasta las putitas tímidas que acudían del vecindario cuando la propietaria les avisaba que habían llegado clientes, eran una pura invención. Aparecían sin saludar, con los trajecitos floreados de cuando tenían cinco años menos, y se los quitaban con la misma inocencia con que se los habían puesto, y en el paroxismo del amor exclamaban asombradas qué barbaridad, mira cómo se está cayendo ese techo, y tan pronto como recibían su peso con cincuenta centavos se los gastaban en un pan y un pedazo de queso que les vendía la propietaria, más risueña que nunca, porque solamente ella sabía que tampoco esa comida era verdad. Aureliano, cuyo mundo de entonces empezaba en los pergaminos de Melquíades y terminaba en la cama de Nigromanta, encontró en el burdelito imaginario una cura de burro para la timidez. Al principio no lograba llegar a ninguna parte, en unos cuartos donde la dueña entraba en los mejores momentos del amor y hacía toda clase de comentarios sobre los encantos íntimos de los protagonistas. Pero con el tiempo llegó a familiarizarse tanto con aquellos percances del mundo, que una noche más desquiciada que las otras se desnudó en la salita de recibo y recorrió la casa llevando en equilibrio una botella de cerveza sobre su masculinidad inconcebible. Fue él quien puso de moda las extravagancias que la propietaria celebraba con su sonrisa eterna, sin protestar, sin creer en ellas, lo mismo cuando Germán trató de incendiar la casa para demostrar que no existía, que cuando Alfonso le torció el pescuezo al loro y lo echó en la olla donde empezaba a hervir el sancocho de gallina.